martes, 7 de septiembre de 2010

HABLA UN LAVABO

Permítanme que me presente. Soy un simple lavabo. La gente no se detiene mucho tiempo frente a mí. Nada que tenga verdadera importancia en su vida tiene lugar en mi presencia. Se lavan las manos. Se lavan la cara. Se cepillan los dientes. Se enjuagan la boca. Y poco más, por lo general. Suelo estar situado entre el inodoro y la ducha, otros dos lugares de escasa importancia en la vida de la gente. No soy, desde luego, tan escatológico como el primero ni puedo casi nunca llegar a ser tan provocativo o sensual como la segunda. Soy mucho más anodino que cualquiera de los dos. No me están reservados ningún lustre simbólico, ninguna función trascendental, ningún prestigio erótico como a las mesas, las sillas o las camas. Soy duro, estático, frío. Me limpian cuando estoy sucio porque mi única función es que la gente pueda limpiarse en mí determinadas partes superiores del cuerpo. Digo que en mí, pero no es exactamente así. No soy ni siquiera un bidé, ese privilegiado voyeur de las partes más íntimas. Mi auténtica finalidad es proporcionar un pequeño receptáculo en que quepan las manos que van a recibir el agua y el jabón y garantizar que ambos, unidos a la suciedad desprendida de esas terminaciones pseudotentaculares de las extremidades superiores, irán cayendo por una tubería que tiene en mí su comienzo. Alguna vez me llenan de agua y de jabón colocando un tapón que les impida escaparse de mí para poder luego restregarse la cara abundantemente con ambos, o bien para lavar (y esto ocurre sobre todo cuando formo parte del mobiliario de una habitación de hostal) prendas de ropa necesariamente pequeñas, como es, por ejemplo, el caso de la ropa íntima. Estos últimos usos no dejan de emocionarme. Me distraen de la rutina del agua que no para de caer a través de mí desde el grifo hasta el comienzo de la tubería, y la temperatura habitualmene cálida del agua que en esas ocasiones retengo disminuye un poco mi frialdad constitutiva. Mi compañero habitual es un espejo que suele estar colgado en la pared por encima de mí. Su compañía me abruma, pues su prestigio es tan inmenso como su arrogancia. Tiene fama de ser capaz de desdoblar los cuerpos, las caras, cualquier objeto, todo lo que se le ponga por delante. Y esa fama él la ha convertido en la vana altivez de pensar que sus falsas imágenes reproducen fielmente la realidad. Lo más triste es que la gente, nuestros dueños, los habitantes de los hogares que entre todos formamos, creen también que el espejo les muestra la verdad. Pasan horas delante de él, a veces con las manos apoyadas en mí (manos que a veces ni siquiera se han lavado), peinándose, retocándose, afeitándose, ensayando muecas o simplemente recreándose en su propia imagen. No se les ocurre pensar que en el fondo nunca se verán de verdad a sí mismos. No sé qué más les puedo contar de mi vida. Además de acompañarme del inevitable espejo, mis posesores suelen también adornar la especie de repisa que está a ambos lados del grifo del agua con jabones, cepillos eléctricos de dientes, perfumes, otros productos cosméticos o hasta pececitos de cristal sin ningún uso concreto. La verdad es que preferiría no soportar esa clase de compañía, a pesar de que, como les decía al principio, paso la mayor parte del tiempo sin recibir visitas. Lo único que aporta un poco de alegría a mi vida anodina es pensar que mis más antiguos parientes son los ríos y los lagos.

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