domingo, 26 de septiembre de 2010

LAS ÚLTIMAS CERILLAS

En algún lugar aprendí o me enseñaron (lo que podría no ser lo mismo) que el presente es lo único que existe. Solo ahora he comprendido que no es cierto. O que, al menos, no es del todo cierto. Lo he sabido porque, cuando hace casi una hora (ya pasado) me encontré esta caja de cerillas, el fuego que imaginaba poder encender con ellas (aún futuro) era más real que las propias cerillas (el presente). No solo había confiado en que serían suficientes, incluso si alguna fallaba por encontrarse en mal estado, humedecida, o por haber sido ya utilizada, para conseguir iluminar durante algunos instantes el recinto en que me hallaba. ¿Era acaso el deseo, la necesidad de esa lumbre lo que la hacía tan real? El presente era entonces la alegría de una inesperada caja de cerillas encontrada en medio de los escombros que me rodeaban, la esperanza suscitada por la posibilidad de conseguir unos pocos momentos de luz que me ayudaran a buscar una salida. El presente era entonces, permítaseme jugar con las palabras ahora que ya todo está quizá perdido para siempre, ese presente del azar: una bendita caja de cerillas que parecían intactas al tacto. ¿Qué puede hacer alguien que ha quedado atrapado entre escombros, sepultado vivo tal vez a muchos metros de profundidad? Después de agotarme gritando, después de reconocer que el completo silencio que me rodeaba era el signo fatídico de mi total aislamiento, empecé a tantear por el suelo, a gatas, por lo que parecían rincones, entrantes y salientes, paredes de superficie irregular, techos bajos con los que tropezaba al levantarme (cuántas heridas debo de haberme abierto en la cabeza). No conseguí hacerme una idea cabal de la forma en que estaba constituido el lugar en el que me encontraba, pues por mucho que me desplazara continuaba tropezando con molduras, vigas, paredes, esquinas y techos de diferentes tamaños. Me dije que era casi imposible encontrar a ciegas una escapatoria. Debía de haber pasado, además, un par de días inconsciente, pues el hambre y, sobre todo, la sed, empezaban a asediarme. No recordaba cómo había llegado hasta allí, y supuse que la amnesia se debería al golpe producido por alguna caída. El presente era entonces la más completa desolación. Fue entonces cuando encontré la caja de cerillas. Durante unos pocos instantes la confundí con cualquier otro objeto intrascendente. Pero por suerte (o por desgracia) no la deseché antes de manipularla y darme cuenta de lo que era y de lo que contenía. Lo que hice a continuación fue contar las cerillas: once. El presente fue entonces once instantes de luz prometedora, once posibilidades de encontrar algún hueco, de desplazar alguna viga o de tumbar algún tabique en busca de una luz mayor, de rumores humanos, de más aire, de algún signo que pudiera salvarme. No hará falta decir con qué ilusión intenté encender la primera y con qué congoja voy a intentar encender la última. Cuando ya solo me quedaba esta, el presente era la aterradora sospecha de que ocurriría con ella lo mismo que con las diez anteriores: que no encendería. Probablemente humedecidas por filtraciones procedentes de alguna alcantarilla o de una tubería rota, o quizás ya utilizadas anteriormente (por quién, en qué aciago pasado), las diez primeras cerillas no habían producido ni siquiera un mínimo chispazo que me permitiera intuir las dimensiones de lo que empezaba a considerar ya mi sepulcro. El presente, me dije cuando tenía ya la última en la mano y me disponía a intentar encenderla, es la frágil línea que separa ahora mismo la oscuridad de la luz, la vida de la muerte, lo que existe de lo que no existe.

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