sábado, 18 de septiembre de 2010

PASEO DE LA DIRECCIÓN

Por suerte iban encendiéndose algunas ventanas, pues llegué a pensar, a medida que se retiraba la luz, que me quedaría tan a oscuras, en unas tinieblas tan densas, que no solo empezaría a no poder orientarme al caminar sino que acabaría literalmente tragado por la oscuridad. Lo pensé tan solo un par de veces, uno de esos pensamientos imposibles que la realidad termina por refutar, pero en los que se esconde tal vez una verdad secreta, la revelación de un miedo auténtico, de un temblor que escapa a cualquier sensatez y a todo intento de escondernos lo que en el fondo somos y sentimos. Me encontraba de nuevo en el paseo trazado como una sucesión de curvas, bordeado de edificios distintos todos unos de otros, tanto en altura como en color, diseño y ornamentación. Era la tercera o cuarta vez que regresaba a casa por ese paseo e, igual que en las ocasiones anteriores, empezaba a sentirme como en el interior de un torbellino tan lento que parecía detenido. Había llegado en mi caminata hasta un parque desde el que se veían las montañas a lo lejos, tenues aunque aún no desdibujadas en el atardecer, como una posibilidad real de abandonar la ciudad; y, a pesar de que fuera impensable abandonarla de verdad en ese momento, al menos desaparecía allí la opresión que causaba: unos cuantos kilómetros en aquella dirección y se saldría al campo, y luego se llegaría a la sierra, y más tarde estaríamos ya camino de tierras castellanas. Ahora, en cambio, regresaba a mi casa y, envuelto por la creciente oscuridad, miraba con gratitud las ventanas encendidas. Desprendían una luz cálida, humana, anaranjada, normalmente a través de una cortina; a veces, sin embargo, se distinguía algún mueble, una estantería o el respaldo de un sillón, paños de paredes blancas o estampadas, y raras veces una cabeza de alguien que parecía pasar casi escondiéndose, sombras con forma de figura humana, una barriga de anciano sin camisa que fregaba los platos, las gafas en el perfil de un hombre joven que cogía en brazos a una niña. Me detuve un instante frente a un edificio en el que tres o cuatro ventanas anunciaban vidas que no me pertenecían pero que en aquel momento imaginaba o compartía como si yo mismo no tuviera vida propia. (Y, de hecho, no la tenía, salvo si puede llamarse vida a aquella permanencia inmóvil, alelada.) Poco antes de llegar a mi casa vi en un balcón a una mujer que regaba las plantas, pero ella no me vio a mí o fingió no verme.

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