domingo, 26 de septiembre de 2010

UN POETA

Para Ada Salas

Después de cada poema que escribía se le agotaba la voz. Se quedaba como vacío, despojado, estéril. Permanecía así durante meses, como si en su interior hubieran estado cavando en busca de algún tesoro escondido y al final no hubieran encontrado sino tierra, paletadas de tierra arrojadas a su alrededor, inútiles. Y luego, de pronto, surgía una palabra, como una minúscula grieta de luz abierta entre la tierra, alojada allá dentro, pensaba, desde siempre, un surco que podría conducirlo, si se tuvieran las fuerzas para seguir excavando, a insospechados círculos de claridad cada vez mayores, pero que únicamente le servía, una vez descubierto, para dejarlo agotado. Y los días pasaban entonces en torno a él, ajenos, como tapices de tiempo más o menos borrosos, cada vez más extraños a medida que se iban alejando del centro del que nacían, de esa palabra insólita que solo parecía haber surgido para transformarse luego en semanas y semanas de desolación. Todo fulgor no era más que el comienzo de ese vasto tejido de sombras en que se iba convirtiendo su vida. Y cada vez se espaciaban más los encuentros, los descubrimientos, los instantes de gracia que lo iluminaban. Hasta que dio en pensar si no era preferible fundirse con las sombras, considerar que no eran más que espejismos las aberturas de luz, espejismos provocados por su sed, por su cansancio, por su torpeza o por su soledad. ¿No podría hallarse precisamente allí, en esa fusión con las sombras, el secreto que buscaba, el otro lado desconocido, el punto en que su cuerpo se convertiría por fin en todo lo que no era su cuerpo?

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