miércoles, 20 de octubre de 2010

EL ARQUERO Y YO

Si no fuera porque apenas siento sueño, a pesar de lo tarde que es —tal vez porque esta mañana me desperté un par de horas después de lo habitual—, acaso no estaría ahora sentado escribiendo estas líneas que quisieran convocar algo vivido hace poco. Si no fuera, como digo, por el cúmulo de unas circunstancias propicias aunque inesperadas, lo vivido hace poco estaría ya incorporado a la bruma de los más vanos recuerdos, a esa masa informe de brasas que van apagándose una detrás de otra sin que sean capaces de iluminar nada antes de desaparecer. Esto que escribo ahora, sin embargo, es como un soplo dirigido a una de esas brasas que ningún otro procedimiento, creo, podría rescatar. Da la impresión de que actúo como un arquero que elige, a saber en función de qué capricho, su presa, saca una flecha del carcaj, apunta hacia su víctima indefensa, dispara y da en el blanco, todo en cuestión de un par de segundos de intensa pero monótona efectividad. Pero no es exactamente así, aunque haya algunas semejanzas. La presa y la brasa están, las dos, a punto de morir. La flecha y el soplo, en cambio, destruyen y reaniman, respectivamente. En el carcaj hay un número limitado de flechas que no se corresponden con la cifra ilimitada de las palabras con que podría elaborarse el soplo. El arquero y yo miramos hacia algún lado, es cierto, pero él mira hacia fuera de sí y yo hacia dentro de mí. Su capricho es tan insensato como el mío, aunque él podría sustraerse al suyo y yo, en cambio, no puedo sino someterme al mío. Su pericia en apuntar le garantiza un acierto sin apenas probabilidades de error; yo, sin embargo, no es que no aprenda nunca, sino que un soplo es aire que, una vez que abandona la boca, aunque vaya henchido de palabras, discurre y se disuelve en el aire. Hasta aquí lo que creo que nos une y separa a ese arquero imaginario y a mí. Digamos, entonces, que si lo que viví hace unos días fue simplemente el hecho de que la luz del sol recaía sobre uno de los peldaños de la escalera interior que sube hasta mi casa, sin que pudiera ver, mientras subía, por dónde entraba esa luz ni qué ángulo exacto le permitía evitar los demás peldaños y concentrarse en uno solo, tendremos ya la brasa, incluso una especie de brasa casi literal, que con estas palabras tendría que apuntar —convocar— para lanzarle un soplo capaz, si no de hacerla agrandarse, al menos de mantenerla en su imprevista presencia allá al final de la escalera, a una hora temprana de la tarde, como un latido ahogado pero aún perceptible, un escalón con una brasa encima que pareciera no venir de ningún sitio y que en el mismo momento en que lo capta la mirada abriera en quien lo mira un pasadizo entre la oscuridad de su vida y la más oculta luz del universo.

2 comentarios:

  1. Me ha gustado tu post, Rafa. "Un pasadizo entre la oscuridad de la vida y la más oculta luz del universo". La búsqueda de esos pasadizos ya es por sí misma un buen motivo para vivir. Gracias, amigo.

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  2. Gracias a ti, amigo Nicolás, por tu lectura y tu comentario. Esos pasadizos son, en el fondo, lo que todo ser humano busca en su vida y casi nunca encuentra. Y si lo encuentra (decía alguien famoso) es que no lo ha buscado. Un abrazo.

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