miércoles, 10 de noviembre de 2010

EL LAGO, AL FONDO, ACARICIADO UN INSTANTE

Fotografía: © Cristina de Melo

por la luz que se filtraba a través de alguna fisura entre las nubes, y que no habría visto si E., sentada a mi lado, no me lo hubiese señalado, recobró enseguida su apacible presencia de cinta desplegada sobre las faldas de unas montañas que poco a poco iban a ir perdiendo sus distintos colores para adoptar un azul uniforme como impreciso preludio de la oscuridad con que terminaría el día. La charla que nos estaba impartiendo aquella editora, ya casi anciana pero de ojos juveniles que no dejaban de chispear mientras la voz, serena, iba proyectando nombres de autores, historias, anécdotas e impresiones, se veía amenazada por la somnolencia de sobremesa que estaba a punto de arrastrarla consigo a unas profundidades en que todas aquellas palabras se hubieran mezclado con el dedo de luz que acariciaba el lago hasta producir no se sabe qué sueño imprevisto de cadáveres femeninos que son conducidos en un convoy hasta una granja en la que se les acondicionará para un viaje final que los devolverá a la vida. De algo así trataba Le Convoi du colonel Fürst, de Jean-Marc Lovay, “el hombre más libre que conozco”, dijo la editora, no sé si porque sabía de su afición a lanzarse en parapente desde las cimas de su Valais natal (aunque no hable nunca de eso en sus novelas) o porque se trata de un autor que desde los dieciséis años dejó de estudiar y se dedicó a ganarse la vida en diversos oficios a los que nunca se ha dejado atar de forma exclusiva. La prosa de Lovay, según dijo, está llena de constantes descubrimientos y sorpresas que la alejan de cualquier estilo reconocible; en ella, afirmó uno de los grandes amigos de Lovay, el poeta Maurice Chappaz, “por primera vez el sinsentido adquiere sentido”. Como la somnolencia y los repentinos descensos de volumen de la voz que escuchaba me impedían captar del todo lo que las palabras decían, no estoy seguro de que la singularidad de este escritor, tal y como nos fue descrita, se corresponda sin exageración a su singularidad real, pero al menos se me han despertado las ganas de comprobarlo leyendo alguna obra suya. Circularon después otros nombres, a los que presté menos atención, no solo porque iba pensando cada vez más que la charla había sido programada a una hora imprudente, sino porque la propia editora había mostrado su interés especial por Jean-Marc Lovay, mientras que al resto de autores suizos de lengua francesa que iba a presentarnos parecía situarlos en puestos secundarios: Catherine Safonoff, si no me equivoco una autora cuyas novelas, de signo autobiográfico, rescatan todo tipo de encuentros que la autora, en sus numerosos paseos en bicicleta, tiene por aquí y por allá, sin que la cotidianidad sea en este caso sinónimo de banalidad o de superficialidad, sino, al contrario, la puerta de acceso a un mundo de intimidades conflictivas e intensas; Rose-Marie Pagnard, autora de una obra misteriosa titulada Le Motif du rameau et autres liens invisibles, en la que despliega una sorprendente fuerza de imaginación que le permite, en una atmósfera estilizadamente oriental, describir la persecución que una mujer emprende por las calles de Tokio en busca de su marido, seducido por una japonesa casi invisible; Michel Layaz, autor de Les Larmes de ma mère, entre otras obras, del que no recuerdo nada de lo que su editora contó para incitarnos a leerlo e incluso a atrevernos alguna vez a traducirlo (objetivo último de aquella charla: ganar traductores de distintas lenguas para los autores de la editorial); y, finalmente, Adrien Pasquali, autor de desbordante inteligencia, ensayista, narrador, traductor, que se suicidó hace ya más de diez años casi con la edad que tengo yo ahora, y que descendía de inmigrantes italianos llegados a la Suiza francesa: su novela corta Le Pain du silence, que la editora me regaló y que ostenta un título tan bello, es la crónica de una infancia dura entre dos lenguas y entre dos culturas que acaban desembocando en el silencio (y, años más tarde, en la escritura; a la que a su vez sucederá el suicidio). Estas dos horas que ha durado la charla han sido como un paseo somnoliento por lugares casi solo entrevistos desde lejos, como si fuéramos atravesando los cantones del Jura, de Neuchâtel, de Vaud, de Friburgo, del Valais y de Ginebra desde un tren impaciente pero minucioso, mientras al fondo un lago, acariciado un instante horas atrás por un dedo de sol, forma ya parte indisoluble de la oscuridad que nos rodea.

(Wernetshausen)

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