miércoles, 10 de noviembre de 2010

ENTRE LENGUAS ANDA EL JUEGO

Entre lenguas anda el juego. Y entre letras. Elijo ―de entre los cientos de variantes tipográficas que me ofrece el ordenador― una que nunca había usado, pero que hace muchos años nos sirvió a unos amigos y a mí para señalar la búsqueda (quién sabe si vana) de la elegancia en una colección de libros de la que solo logramos publicar dos volúmenes. Es un tipo de letra, en efecto, elegante, cómodo, discreto y destacado a la vez, en el que las palabras van fluyendo sin demasiado esfuerzo, seguramente también porque no están hablando de nada, ni siquiera de sí mismas, pues, ¿acaso es algún tema para las palabras el molde que las contiene, la trama tipográfica que se ha elegido para ellas, el tipo de letra de nombre italiano que, seleccionado en un tamaño no demasiado grande ni demasiado pequeño, convierte la pantalla del ordenador en el simulacro de una página impresa? Y, en cambio, estas letras, me digo, son la impalpable frontera o el intangible puente entre mi cerebro y un discurso que va separándose de él a medida que se desarrolla, el receptáculo de algo que no existe en el infinitesimal instante previo al instante en que existe, y así, continúo diciéndome, las letras aparecen ante mi vista casi como los lugares mágicos en que se va creando a sí mismo el discurso, como una tela de araña que de pronto se nos muestra donde antes estaba solo la entrada de la cueva en la que nos escondimos de nuestros perseguidores. ¿Nos protegen también, acaso, las palabras, o sus elegantes formas negras alineadas unas junto a otras, como protegió a aquel otro ser humano, hace muchos siglos, la telaraña milagrosa que disuadió a sus enemigos de entrar en una cueva en la que probablemente, pensaron, no podría haberse escondido? ¿No nos mantienen retenidos dentro de nuestra guarida, protegidos en cierto modo, sí, protegidos de tanta cruda realidad o irrealidad como estaríamos condenados a experimentar sin esa tela protectora de las palabras, pero en definitiva aislados, incluso de los demás, aunque creamos comunicarnos con ellos, aislados incluso de nosotros mismos, de lo más auténtico o terrible o inalcanzable o silencioso de nosotros mismos? Pero había empezado diciendo que entre lenguas anda el juego. Y luego me desvié con la excusa de la tipografía hacia unas reflexiones insulsas. El juego al que me refería está vinculado a una tensión. Había, antes de que encendiera el ordenador, una tensión en la espera a la que me obligaba el hecho de que la única toma de corriente en que hubiera podido conectar el enchufe del ordenador estaba ocupada por el cargador del móvil, que hacía un rato que se estaba recargando. Me había propuesto dejar apagado el ordenador hasta que el móvil completara su carga. Pero al cabo de un tiempo empecé a sentir una especie de hormigueo. Había algo que realizaba cierta presión para salir, aunque yo no sintiera en ningún lugar de mi cuerpo esa presión. Tampoco podía atribuir el hormigueo al tic compulsivo de teclear, pues, de hecho, cuando llega el momento de hacerlo, no encuentro apenas placer en el juego autómata de los dedos que martillean las teclas. Sin embargo, había sin duda algo que, en algún lugar, iba cobrando una especie de vida, un movimiento contenido, inseguro, como el revoloteo de los pájaros que se preparan para echar a volar. En cuanto el ordenador estuvo encendido, las letras que los dedos proyectaban fueron formando las palabras de este texto que en cierto modo vienen de una parte de mi cuerpo y terminan en algún lugar fuera de él. Considero una osadía pretender que todo esto pueda venir de otro lugar que no sea mi cuerpo. Aunque, desde luego, estoy dispuesto a admitir que lo que quiera que sea que en algún momento indeterminado se puso en movimiento dentro de mí está alimentado por elementos innumerables de la más variada naturaleza que no son mi cuerpo pero que, en cierto modo extraño, coinciden en mi cuerpo y danzan y hasta acaso se funden dentro de él unos con otros hasta que terminan saliendo a algún lugar exterior (ahora mismo la pantalla del ordenador) en forma de palabras. Vacas. Un gato. Libros. Un ventanal a través del cual se iban volviendo azules las montañas. La luna. Personas. Conversaciones. La vida recluida durante una semana en una casa para traductores a ochocientos metros de altura. Una mariposa nocturna, ahora mismo, detrás del cristal de la ventana. Una pradera húmeda atravesada ayer para llegar a un banco en lo alto de un bosque. El sendero empinado en el que me resbalé mientras lo bajaba. Las barras de metal que sujetaban cada escalón de madera de ese sendero del bosque y que en mi imaginación coincidían exactamente al final de mi caída con el punto exacto de mi nuca en el que el contacto era mortal. Cincuenta vacas que venían por otro sendero conducidas por sus propietarios, vacas apacibles, que ni siquiera se adelantaban las unas a las otras, azuzadas por un perro raquítico al que cualquiera de ellas podría haberle destrozado el cuello con un simple pisotón. La anciana suiza que me habló en el sendero de esas vacas que se acercaban y con quien hablé durante diez minutos, en una lengua transparente, como si nos conociéramos desde siempre. El reflejo del sol, un instante, sobre el lago, allá abajo, captado a través del ventanal. Las lenguas que se cruzan y que en algún instante dejo de escuchar porque estoy pensando en algo que no sé bien lo que es. El nombre nunca escuchado de un escritor enigmático. Los caminos que parten de un libro que se está traduciendo y que nos llevan muy lejos hasta que al volver somos otros y el libro tampoco es ya el mismo. Un perro casi autista. La primera nieve, muy fina, como una exhalación, posada después de un par de horas sobre las copas de los árboles. Ovejas asustadizas. La casa en miniatura fabricada en lo alto del tronco de un árbol: ¿un nido de regalo o el escondite para los secretos de un adolescente? Y todo esto, todo lo que parece haber perdido el habla, o no haber aprendido nunca hablar, acaba entremezclándose con las palabras, como si estas, a pesar de venir del interior de mi cuerpo, vinieran de todo lo contemplado, de todo lo que, reunido en algún lugar caluroso capaz de devolverle la vida, renace ahora en forma de palabras.

(Wernetshausen)

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