domingo, 5 de diciembre de 2010

CALLE BERNABÉ RODRÍGUEZ

- ¿Por dónde quieres que empecemos?
- Dejemos más bien que las imágenes vayan poco a poco empujando las cáscaras invisibles que parecen envolverlas: las que logren salir acaso puedan guiarnos a medida que hablamos.
- ¿Fueron tú y él compañeros de clase?
- Sí, desde los primeros cursos del colegio, desde que tengo memoria. Y lo seguimos siendo hasta que yo dejé el colegio por un instituto público. Siempre estuvimos en la misma clase, pues ninguno de los dos repitió curso.
- ¿Frecuentaste mucho su casa?
- Calculo que habré estado unas quince o veinte veces en ella, a lo largo de los años. Allí vi por primera vez un ordenador personal, que sus padres le habían regalado. Nos recuerdo tumbados en la cama de su dormitorio, obnubilados con aquella pantalla en la que unas figuras que hoy serían irrisorias conformaban unos juegos en los que ya no había juguetes.
- ¿Es ese tu recuerdo más intenso de aquella casa?
- No sabría decirte. La ropa que caía de los armarios empotrados a lo largo del pasillo cuando a algún otro compañero y a mí se nos ocurría abrir una de sus puertas nos hacía retorcernos de risa. En eso éramos crueles y, en cierto modo, creo que inconscientemente nos descolocaba esa cultura de la acumulación, proliferante, en la que la ropa, en cantidades industriales, parecía introducida a presión en aquellos armarios y abandonada allí durante un tiempo indefinido como si no hubieran podido o querido desprenderse de ella. También hay otros recuerdos, claro.
- ¿Te refieres a las fotos gigantescas de familiares muertos rodeadas de flores y de varas de incienso?
- Sí, y era como si su presencia siguiera flotando de algún modo en el aire. De hecho, llegué a conocer a un abuelo suyo que murió poco tiempo después. Cuando vi el altar en que lo recordaban, la inmensa fotografía en que lo habían fijado para siempre, en medio del salón, me dio realmente la impresión de que siguiera vivo.
- ¿Te hablaba mucho de su país?
- Casi nunca. Ni siquiera cuando volvía al colegio después del verano, tras haber pasado uno o dos meses allí, hablaba demasiado de su país. No recuerdo que me haya dicho de qué parte era su familia. Tampoco recuerdo que hablaran entre ellos otra lengua que no fuera el inglés o el español. Parecían querer borrar, al menos de cara a los demás, cualquier huella de su diferencia. Debían de haber heredado de la generación anterior el desprecio o la antipatía con que fueron acogidos en la isla.
- ¿Qué más podrías decirme?
- Eran sonrientes, pero también melancólicos. Te contaré una anécdota. Creo que habían pasado ya algunos años desde que yo había dejado el colegio cuando un día visité a mi amigo. Es posible, incluso, que haya sido la última vez que estuve en su casa. (Luego se mudaron a otro piso, que ya no conocí.) Al despedirnos, él en el descansillo y yo en el ascensor, nos dimos la mano y noté que durante unos instantes no me la soltó: sintió siempre hacia mí un verdadero cariño, pero sabía que en ese instante la vida iba a separarnos, como en efecto ocurrió. Y creo que lo supo con más lucidez que yo. No nos habían separado las religiones, las lenguas ni las costumbres, pero iba a separarnos el tiempo, contra el que nada se puede. Esa imagen contiene uno de los momentos más tristes de mi adolescencia.
- ¿Nunca más lo viste?
- Años más tarde me puse en contacto con él. Yo era ya profesor en un instituto del norte de la isla. Él era director de un hotel en esa misma zona. Me invitó a almorzar allí, junto con dos de sus subordinados. La conversación fue insulsa, protocolaria. Había engordado. Seguía igual de sonriente y de atento. Se había casado y tenía un hijo. Nos despedimos en la calle, junto al hotel, y nunca más lo he visto.
- ¿Sabes algo más de él?
- Dejó el hotel y pasó a trabajar con su padre en lo que siempre le gustó: la informática. Sufrió la tragedia de ver morir de cáncer a una hermana menor. Lo llamé cuando me lo contaron, pero no lo localicé: tal vez haya cambiado de número. Sé que viaja con frecuencia a su país por asuntos de trabajo. Y sé que volveremos a encontrarnos un día, de casualidad, en alguna de las calles de nuestra pequeña ciudad, y que al mirarnos a los ojos seguiremos reconociéndonos como si el tiempo nunca hubiera pasado.

2 comentarios:

  1. ¡Cuántas preguntas! Y pensar que siempre hay alguien queriendo saber de uno. Preguntando también. Yo me pregunto qué es de tu vida. Looren está cada día distinta. Beso.

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  2. Querida Yamily, preguntas y más preguntas que uno se hace a sí mismo y que no es nunca uno mismo quien responde... Mi vida transcurre ahora por el invierno de Madrid, más turbulento y menos diáfano que el de Looren. Cuánta nostalgia. Espero que estés bien. Besos y abrazos. Rafael.

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