miércoles, 22 de diciembre de 2010

LA MESA DE PIMPÓN

Goyo. Recuerdo este nombre. Y una mesa de pimpón. Un pasaje entre arbustos por el que nos colábamos. La larga pared del hotel a nuestro lado, con todos sus balcones iguales, normalmente vacíos, o como mucho con una o dos toallas puestas a secar al sol como indicios de una presencia humana. Sobremesas en las que esa pared nos protegía del sol, y en las que entre la pared y los arbustos, en aquella terraza, jugábamos incansables al tenis de mesa, practicábamos los rudimentos aprendidos en el colegio con aquel profesor catalán que años más tarde moriría en accidente de moto: Rodolfo Rosselló. Otro nombre perdido en la memoria agitada. Qué distinta esa terraza furtiva en la que nos colábamos algunas tardes del verano de las dependencias del colegio en las que practicábamos durante el curso nuestro deporte de mesa. Tantas horas en una y en las otras para tan pocos recuerdos: unos nombres a los que casi no van unidas imágenes de cuerpos, sensaciones inútiles de sombras que se desplazan, el taconeo de nuestros pasos alrededor de la mesa, los golpes con efecto, los saques retadores, los mates entrellados en la red, aquel muchacho, Goyo, que apareció un verano sin camisa y no estaba ya el siguiente, el tiempo suspendido, tan diferente al de ahora, una tarde en que jugué al pimpón con Rodolfo como si fuera un adulto, sin concesiones ni amaños, y puse en práctica todas mis dotes defensivas, aquel compañero que dijo —acaso inventó— haber sufrido ya varios infartos debidos a una patada que un hermano mayor le había dado a su madre en el vientre cuando estaba embarazada de él —y describía con todo detalle el mareo, y los ahogos, y cómo había estado a punto de morir, pero, aunque entonces consiguiera convencerme, hoy creo que su enfermedad no era precisamente coronaria. Tantas horas y tan poca memoria, ¿acaso porque el tiempo transcurría siempre igual, sin apenas cambios o fisuras, o porque inconscientemente hemos borrado lo que más nos importa, lo que está esperándonos dentro de algún nombre perdido para entregarnos, cuando ya no nos sirva, una verdad olvidada? Cruzábamos hasta el hotel y nos introducíamos por un pequeño pasadizo entre arbustos hasta aquella terraza que se convertía en el centro del mundo. Como nadie usaba aquella mesa de pimpón, la habíamos hecho nuestra. Años después vallaron el hotel y no pudimos ya entrar. Para entonces eran otros los juegos. Éramos otros nosotros.

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