viernes, 30 de septiembre de 2011

AVIÑÓN


Yo tampoco sé lo que no sé.


[Frase escuchada en una guagua de la línea Madrid-Tres Cantos]

No sé cómo ni por qué me subí a las murallas y empecé a caminar a lo largo de ellas. Era de noche. En la parte de fuera, es decir, extramuros, había coches aparcados en los que aparentemente dos personas conversaban o se inclinaban la una hacia otra o se besaban o se exploraban mutuamente las oscuras entrepiernas o repasaban con los labios, una y otra vez, un pene erecto y jugoso. Yo paseaba a lo largo de las murallas con la sensación de estar vigilando intramuros y extramuros, centinela de paso, un mundo desconocido ya casi devastado. En los coches los cuerpos seguían conversando. Después de recorrer por fuera el palacio de los papas, que era algo así, creo haber leído, como la casa privada más grande de su tiempo —grandiosos muros ávidos de gloria, arquitectura soñada más que construida—, había preguntado a varios jóvenes solitarios por direcciones de calles que mi guía anunciaba y que ellos, sin excepción, no conocían. Me había dejado acompañar por uno de ellos, un desconocido que, con la excusa de indicarme la zona de la ciudad en la que según él debía encontrarse la calle que buscaba, me iba lanzando miradas traviesas o inseguras que me era imposible interpretar cabalmente. Me di cuenta de que no sabía cómo quitármelo de encima. Había demostrado que hablaba un poco su lengua, me había dejado servir por él como cicerone improvisado para un asunto que aún no habíamos resuelto, se comportaba todo el tiempo con corrección y hasta con gentileza. ¿Cómo desprenderme de él? No soy de los que anuncia de pronto que a partir de ahora va a continuar solo su camino. Dejemos la resolución de este trance para otro momento, pues ni siquiera estoy seguro de recordar cómo pude deshacerme de mi servicial acompañante. Lo cierto es que poco después me vi tomando una jarra de cerveza en un lugar que mi guía anunciaba como “el bar más frecuentado de la histórica ciudad” pero que a aquellas horas ya apropiadas para tomar unas copas estaba casi vacío. Subí y bajé varias veces las escaleras que conectaban la barra de abajo con la barra de arriba. Estuve un rato sentado, solo, en una especie de reservado amueblado con mesitas redondas y metálicas y un banco lleno de cojines: leí con fruición folletos y guías de las zonas secretas de la ciudad con la permanente impresión de estar siendo estafado. Nada de esto existe ni ha existido nunca, me decía. No es más que un reclamo para turistas incautos. Cuando volví a la barra de abajo —a la de arriba no había subido nadie— seguían allí las mismas caras mustias que me encontré al llegar. Pagué y me despedí. Creo que crucé un puente en el que me dije, creo, que era delicioso escuchar el río pasar por debajo sin que me llevara: como si esa reflexión desangelada solucionara alguno de los problemas eternos sobre la identidad, sobre el tiempo, sobre la desaparición o sobre el ser. Continué mi paseo y llegué a las murallas. No sé cómo ni por qué me encaramé a lo alto y empecé a caminar tranquilamente a lo largo. Al cabo de unos minutos aparecieron unos policías que desde el coche, educadamente, me indicaron que me bajara, pues estaba prohibido caminar por encima de las murallas de Aviñón.

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