martes, 6 de septiembre de 2011

EL SIGUIENTE SUEÑO

Y en el siguiente sueño, ella —que no bebe nunca— da cuenta de un solo trago de un extraño licor que yo rechazo con la excusa de que padezco de asma —enfermedad que no padezco aunque con frecuencia haya afirmado lo contrario. Esto sucede en la barra de un pequeño local exclusivamente masculino en el que ella campa a sus anchas como si las normas de acceso no la afectaran. Descorro una cortina y accedo a una salita exigua en la que un jacuzzi atiborrado de cuerpos me invita a seguir adelante. Con la piel aún mojada por el repelente y constante chapoteo de los cuerpos me introduzco a través de un pasillo acristalado. A un lado y a otro se entrevén reservados en los que conversan animadamente seres que no son humanos salvo en el uso del lenguaje: no tienen cuerpo ni cabeza, sino únicamente contorno, una línea que apenas delimita una masa de vapor más espesa que el aire circundante. Tales masas se mueven mientras hablan, se desplazan a través de los reservados —reservados que están, como sabemos, a la vista de cualquiera que atraviese el pasillo— y, en ocasiones, difuminan aún más sus particulares contornos para fundirse las unas con las otras durante unos breves instantes. Al final del pasillo se llega a un gran patio que no lo es, quiero decir que es como una explanada en la que ya estamos fuera del pequeño local en que dejé a mi amiga bebiéndose furiosamente en la barra una copa tras otra. Sin embargo, la sensación es la de seguir en el interior del local. En una enorme piscina que cubre por entero uno de los laterales de la explanada —y que es una piscina soñada ya antes, el resto de un sueño soñado no se sabe cuándo, en todo caso hace mucho— una multitud fervorosa se salpica y salpica a quien pasa por el borde —a mí, quiero decir— sin que esto signifique animadversión alguna. La multitud está formada por cuerpos que, esta vez sí, parecen humanos, aunque la forma en que allí se utiliza el lenguaje no sea en ningún caso la conversación, sino el grito. No me refiero a gritos que se lancen unos a otros en respuesta unos de otros, sino de gritos solitarios, soliloquios gritados que cada cual emite cuando le parece sin buscar ni esperar respuesta en los demás. Gritos y salpicaduras, así pues, soliloquios y chapoteos son lo único que allí se produce en una especie de espectáculo cuyo único espectador soy yo. Un poco más adelante, en las estribaciones de la explanada —o patio—, una exploración casi furtiva me lleva a descubrir una puerta apenas visible que no parece haber sido pensada para entrar ni salir. Digo apenas visible porque está pintada exactamente con el mismo color del muro en que se encuentra, como si el constructor de todos esos espacios —que debe haber sido uno solo, un solo constructor de mente retorcida— hubiera querido camuflarla. Una puerta, además, que no sirve para entrar ni salir, no porque esté condenada, sino porque al abrirla no da a ningún lado. Esto es difícil de explicar. Ocurrió que encontré la puerta huyendo, en cierto modo, de los gritos y salpicaduras de los que ya hablé, y cuando la abrí para acceder, como era mi deseo, a otro lugar, resultó que no había otro lugar, que la puerta se abría pero allí no había nada, absolutamente nada. Y cuando, decepcionado, me volví para regresar por donde había venido, tampoco había ya nada, nada en ningún sitio. En ese momento me desperté.

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