Quienes nunca hayan estado en Arguamul quizá no consigan
imaginarse bien lo que quisiera describir aquí. (Quien ha estado en un lugar
posee la arrogancia de una certeza: la certeza de haber estado en un lugar;
quien ha estado en un lugar apartado posee, además, la arrogancia de una
singularidad: la singularidad de haber estado en un lugar apartado. Cualquiera
de estas dos arrogancias, me parece, es perfectamente disculpable.) Haré todo
lo posible por canalizar los torrentes de imágenes que me ofrece mi abundante
recuerdo en pinceladas accesibles, pues de otro modo estaría abusando de la
imaginación y la paciencia del incauto lector. Me esmeraré en trasladar a las
palabras una cierta sensación de apartamiento, quizá recurriendo a símiles o
tropos un tanto exagerados pero justamente por ello, así lo espero, eficaces.
Para llegar a Arguamul debe conducirse, después de dejar la
carretera dorsal de la isla, por un laberinto de pistas de tierra que concluye
abruptamente y da paso a lo que podría denominarse un simple camino de cabras.
Se deja el coche arrimado a un borde del barranco y se echa a andar con el mapa
en la mano durante kilómetros en lo que a partir de entonces parece casi una
isla desierta. La soledad retumba bajo los pies. Se suda solo para aplacar la
sed de un viento racheado que sube por los costados del barranco. Se orina
después de un par de horas sobre una tierra verdosa que acoge la deposición
como parte del riego celeste que da vida a los numerosos bosques de palmeras.
Se sigue caminando hasta que se atraviesa un grupo de casas
de barro en las que viven unos jipis alemanes que parecen drogados con leche de
tabaiba. Una niña cuelga de los brazos de su supuesta madre y mira al caminante
con unos ojos que no contienen traza alguna de desamparo sino, más bien,
visiones impenetrables de la tierra nutricia. Vale más atravesar deprisa esas
casas, pues no se sabe quién más habita en ellas, si algún patriarca
desmemoriado o loco o si alguna antigua bruja lugareña contratada por los jipis
para confeccionar brebajes de tomo y lomo.
Quienes nunca hayan estado en Arguamul, ya lo avisé al
principio, tendrán dificultades para sentir que lo que digo pueda ser el comienzo o el final de una vivencia auténtica. Aseguro, sin embargo, a quienes
desconfíen por ignorancia o por costumbre que hago todo lo posible por no
alejarme ni un ápice de la sacrosanta veracidad de la experiencia. Así, cuando
volví la vista, ya estaban lejos las casas de los jipis y me encontraba en lo
alto de un promontorio casi antediluviano que atesoraba, al parecer, más de una
cueva natural quizá hasta no muchos años atrás habitada. Sin embargo, mi
destino era la playa de Arguamul y todo lo que me distrajese de él debía ser desechado, ya
fueran cuevas de guanches o casas de mugrientos jipis alemanes.
Desde el promontorio antedicho contemplé la playa de
Arguamul extendida a lo lejos. Pude haber detenido allí mi periplo, pues ver a
lo lejos no es menos (o es incluso a veces más) que pisar de cerca, sobre todo
si hay que seguir caminando un par de kilómetros para llegar a una monótona
playa de pedruscos perdida en una isla que parece estar durmiendo una siesta
perpetua. Por alguna razón, supe que debía bajar hasta la orilla, descalzarme y
sentir en mi piel aquel solitario mar de Arguamul. Quizá lo supe entonces
porque sospechaba que un día querría hablar de ello con conocimiento de causa,
es decir, con la seguridad que da la constatación de unos hechos vividos y
depositados para siempre en la alcancía del recuerdo.
Quienes no hayan estado nunca en Arguamul podrán quizá decir
que estuvieron un día allí después de leer estas palabras mías que serán para
ellos el sustituto de la vida, la prótesis de una experiencia de la que siempre
carecieron, el simulacro de una memoria en blanco. Así que prosigamos. Qué
podría decir de ese momento único, extático, en que pisé la playa de Arguamul.
En kilómetros a la redonda, no solo si miraba hacia el bendito horizonte, sino
también si recreaba la vista en las alturas boscosas o en el agreste y
caprichoso dédalo de roques diseminados a lo largo de los acantilados, no se
veía ni un alma. Yo era allí una especie de náufrago salvado en el mismo momento
en el que había naufragado. No sabía qué hacer con mi cuerpo, pues los juegos
solitarios son bastante aburridos cuando no hay ni siquiera la posibilidad de
un espectador escondido al acecho. Cumplí el ritual de descalzarme y dejar que
unas olas mansas como corderos bíblicos lamieran mis pies llenos de llagas. Lo
confesaré, sí: me desnudé, pero no me bañé, no me creí digno de tanta
perfección, de tanta inmensidad. Me daba miedo profanar aquel mar con mi cuerpo
sucio en todos los sentidos. Verán: quería que Arguamul siguiera siendo para mí
un santuario, un lugar intacto al que peregrinar a partir de entonces al menos en
mi imaginación. Y para defenderlo de mis ansias posesivas tuve que abandonarlo
rápido, no recrearme demasiado en él, regresar por el mismo camino hasta las
casas de los jipis y luego hasta el coche de alquiler arrimado al borde del
barranco. Tuve que renunciar a él para poder volver siempre a él.
Quienes no hayan estado en Arguamul no sabrán nunca, y bien
que lo siento por ellos, cómo es de verdad Arguamul, qué puede dejarse y qué no
puede dejarse allí, qué nos regala y qué nos roba, qué nos pregunta y qué no nos responde,
cuánto se pierde, cuánto se deja de ganar allí.
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