Bajo a la ciudad y me compro un cuaderno. Las tinajas siguen
donde siempre. Al gran hotel le han maquillado las fachadas y, es de suponer,
le han revestido las entrañas de algún tipo de piedra extraída de canteras situadas
en montañas protegidas por la ley.
Promete ser una tarde metálica, pues me dirijo a la
inauguración de una exposición titulada Metales.
Me intriga saber si se trata de metales pintados o de pinturas metalizadas. Por
lo pronto, el nombre de la artista es prometedor: Maribel Nazco.
En el cuaderno escribiré lo que sigue. Unos apuntes como quien
no quiere la cosa. Para no aburrirme demasiado mientras me tomo un barraquito
en una terraza de la calle San José.
En la zona de chabolas ─o vestigios de chabolas─ que rodea
el hotel, un barrio que algunos llaman Las Lavanderas, exactamente en una calle
sin salida que desemboca en medio del barranco, unos pánfilos musculados estaban
jugando a un deporte precursor del fútbol local y que consiste en emitir unos
sonidos caprinos cada vez que se toca con los pies un balón del tamaño de un cráneo
humano.
Al apuesto camarero que atiende en la terraza podría
contarle, si me atreviera a darle conversación, lo que sé de la ciudad, de esta
misma ciudad en la que ahora estamos aunque él no estuviera ─lo intuyo─ cuando
estuve yo y yo solo esté de paso ahora que él vive aquí. Poco más podría
contarle, teniendo en cuenta la diferencia de edad, el desconocimiento mutuo,
mi incapacidad para avanzar temáticamente en las conversaciones y su aparente
curiosidad por el mundo que lo rodea.
Al menos dos bares he visto ya con las persianas de metal bajadas
hasta la mitad, como si estuvieran abriendo o cerrando en ese momento, supongo
que para evitar que entre calor desde la calle.
Escucho ciertas voces masculinas genuinamente canarias que
discuten alrededor de unos cubatas. Son las voces de tres presuntos padres de
familia de edad avanzada. Voces gangosas ─iba a decir fangosas─, cascadas por el tabaco y la bebida.
Voces cavernosas escuchadas en esta gruta al aire libre que es la parte baja de
la ciudad.
El templo masónico ─me animo a hacer un poco de turismo─
continúa cerrado, cada vez más ruinoso, sin placa alguna que lo identifique,
encajonado entre edificios de viviendas multicolores quizá promocionadas por el
primo o el hermano del alcalde anterior. Un templo más a la orilla del olvido.
(Un día el actual alcalde ordenará demolerlo por la noche y al día siguiente nadie
se dará cuenta de su ausencia.)
Peluquerías donde hubo restaurantes. Farmacias de diseño
donde hubo tiendas de enmarcado de cuadros. Franquicias de asesoramiento de
dietas eficaces donde hubo videoclubs o merenderos. Y todo vacío, a la espera
de los clientes para los que se pensaron estos establecimientos que pasado
mañana tendrán que ser desmantelados porque el mercado ha cambiado o porque
triunfó la competencia.
La pareja formada por el escritor de inminente renombre y el
cuarentón de aspecto siempre juvenil que lleva más de veinte años frecuentando
sin pretensiones lo más chic de lo chic de la noche chicharrera.
La sensación de estar en una ciudad que se parece a otra
nunca visitada, una ciudad rioplatense, pero con un desfase de décadas entre
una y otra, como si el tiempo hubiera pasado aquí de otro modo o como si los
desajustes se debieran no tanto al desorden de los tiempos como a la
desquiciada visión de quien no es bienvenido a pesar de haber sido invitado.
Flamboyanes en las plazas, moscas en los bares. Las flores
rojas conforman tras caer alfombras de ensueño en rotondas acondicionadas con
bancos y columpios para solaz de las familias biempensantes. Las moscas se
posan en las orejas de los borrachos tragaperras de los bares.
No hay demasiados poetas en la inauguración de Metales. Algún crítico de arte
abotargado, pulcro y relamido a quien tuve que dejar de leer porque perdió por
completo el criterio, es decir, la capacidad de discernir entre lo mediocre y
lo brillante. Como no hay apenas poetas, pocos, si no ninguno, serán mañana los
artículos sesudos que reflexionen en la prensa local sobre la metálica intriga de esta exposición:
¿cuadros hechos con metales o metales pintados? Yo no la he visto con demasiada
paciencia y prefiero no opinar. Me gustaron más, eso sí lo diré, algunos
cuadros en los que los metales buscaban sus orígenes terrestres hasta llegar a
parecerse a una colada de lava ya fría que otros en los que los metales se
erizaban intentando imitar la rozadura de dos cuerpos.
El cuaderno ha cumplido su misión. Lo mejor sería arrancar
las páginas en blanco, casi todas. Y, de paso, también las escritas. Pero no:
sentimos la recalcitrante necesidad de decir y de decirnos. No sabemos simplemente
dejarnos decir ─o dejar de decirnos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario