sábado, 4 de agosto de 2012

PUNTA DEL HIDALGO

No se puede escribir desde la conmiseración, pero quizá sí en función de la misericordia. ¿Qué es la misericordia? Las palabras podrán significar lo que signifiquen, pero nunca significan más que una especie de olor. El olor de la misericordia es parecido al del salitre. Es una vaharada repugnante que acaba impregnando no solo la ropa sino incluso la propia piel de los misericordes. La piel, hace ya tiempo que la piel se olvidó de todos los potingues con que se engalanaba para encandilar a otras pieles una vez que se le ajó su brillo natural, pero aún es bastante sensible a la misericordia que algunas noches la visita en forma de salitre. Estas paredes desconchadas, por ejemplo, o el solar sin construir encajonado entre dos casas edificadas como prolongación de la roca, o también las barandillas oxidadas desde las que se contempla sin entusiasmo una recua de barcas varadas no lejos de la orilla. Todo esto no es más que la cara visible o palpable de la misericordia. La cara de su olor, la cara de su sudor tan agrio como esos pedos del mar filtrados a través de las alcantarillas lindantes con la cofradía de pescadores y los otros bares. El muellito, vaya. El muellito del cerveceo contumaz, de las ratas sanguinolentas que bajan de madrugada a limpiarse las heridas con el agua del mar, el muellito de las cuerdas de amarre podridas de tanto orín y de tanta grasa y alquitrán. Sigilosas, repentinas, aflautadas y ariscas, las corrientes de los vientos alisios pasan entre los resquicios o las escaleritas de vértigo en busca de un apareamiento con la calima africana, apareamiento que, una vez que tiene lugar, engendra el más asqueroso de los climas. Entonces la misericordia pasa a significar la pústula y el desafuero. A lo que apunta todo esto es a una enfermedad rara cuyos síntomas más evidentes vienen a coincidir con los de tres o cuatro trastornos neurológicos. El paseo se convierte enseguida en un marasmo de farallones, colmillos gigantes a modo de ensenadas, malpaíses correosos en los que unas figuras espectrales pescan al atardecer y turbios recovecos que solo en alguna pesadilla de otra época podrían haberse usado para darse baños de mar. A estas alturas avanzamos ya inmersos en una pesadez que no difiere tanto de una especie de levedad, pero no porque se haya sublimado o espiritualizado ninguno de los elementos constituyentes de dicha pesadez, sino porque lo que pesa parece al mismo tiempo levantarse a sí mismo. No es que la misericordia se haya convertido para entonces en una suerte de halterofilia del alma, ni en ninguna otra filia conocida, más bien al contrario: continúa identificándose con una supuración involuntaria, con un hálito pegajoso que nos va rodeando hasta que casi parece acogotarnos. Y a partir de entonces no nos suelta nunca, para que lo poco que consigamos respirar se lo debamos a esa presión de menos que nos imprime en su lento estrangulamiento. Ni las luces solitarias en dos o tres de las barquitas varadas, ni las risas dispersas de algunos grupos de jóvenes fiesteros, ni las antorchas de los tranquilos hoteles-balneario conseguirán raspar esa segunda piel nuestra, la lepra de la misericordia. Es inútil intentar escapar de ella por mucho que se camine en dirección al faro o en busca del pescado fresco de la cofradía. Cada paso es un desmoronamiento y una restitución del cuerpo a la nada en la que ya no habrá pasos (no he sabido decirlo con menos pedantería). Es completamente inútil imaginarse e incluso sentir lo que quiera que sea, pues la única costra verdadera es la de la misericordia purulenta, el olor a desagües, la pátina rasposa que no sale nunca, el vertedero o el silencio de más allá del tiempo en este lado del tiempo.

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