La urraca que pasó junto a mí parecía estar ciega. Esos
pájaros nunca se acercan tanto si no es por alguna causa mayor como esa. Iba
dando saltos, como si no se atreviera a volar, saltos de tres en tres o de
cuatro en cuatro, saltos hacia delante como si solo supiera avanzar a tientas y
casi a rastras, apoyándose al caer firmemente en la hierba, temerosa. Son unos
bichos monstruosos las urracas. Esta, además de un pájaro ciego, parecía un
autómata, una especie de máquina acorazada en su avance campo a través. Cuando
pasó junto a mí yo alargué la mano como para comprobar si me veía. Aunque no
llegué a tocarla, solo se desvió al escuchar el ruido involuntario que hice cuando
me giraba hacia atrás en el banco donde estaba sentado. Creo que no vio mi
brazo alargado hacia ella y que si yo hubiera sido más silencioso al girarme
casi hubiera conseguido rozarla. Era un pájaro atroz que se impulsaba solo para
saciar su compulsión de movimiento. No se le veían los ojos, quizá porque era
ya una urraca anciana y los llevaba tapados con matas de pelo colgante. Debía
de ser eso: no una ceguera producida por accidente o por enfermedad, sino la
ceguera propia de quien ha envejecido más allá de lo razonable. Nadie, por
supuesto, le había hecho el favor de cortarle las matas de pelo colgante que le
impedían ver; no existe todavía un servicio municipal de atención a las urracas que
pueblan nuestros parques. Se las consiente, pero nadie se ocupa de que nazcan
sanas, de que crezcan sin enfermedades, de que se reproduzcan apropiadamente y
de que mueran sin excesivo sufrimiento. Y aquella urraca, por la que acabé
sintiendo lástima, pues en muy poco nos diferenciábamos si teníamos en cuenta
el escaso presupuesto que las administraciones públicas destinan a quienes, a
pesar de todo, seguimos considerándonos sus ciudadanos, parecía consciente de
su destino aciago. Su búsqueda era la ansiosa persecución de una escapatoria
imposible. Yo no podía quedarme toda la tarde sentado en aquel banco
contemplándola. Cada día los tiempos se nos vuelven más exiguos y es menor el espacio
de nuestras vidas que dedicamos a la provechosa actividad de la contemplación.
De todas formas, en aquel preciso momento de la tarde, puedo asegurarlo, yo era
el único habitante del universo —pues es ahí donde vivimos y es ese el único
lugar al que podemos llamar nuestra maldita casa: el universo— que perseguía
con la mirada a aquella urraca. Esta coincidencia no me volvía más importante
que nadie ni tampoco convertía aquel instante en diferente de muchos otros
vividos o atravesados sin apenas vivirlos. Es una mera constatación cuya única
finalidad es que, en cierto modo, se perciba el inmenso abandono en que se
encontraba la abuela urraca en aquel parque. Debía de haber cumplido ya hace
tiempo su misión procreadora. Sus hijos, a los que sin duda había criado como
cualquier urraca responsable, andarían ahora desperdigados entre las arboledas
de aquel o de otro parque. Sus ocasionales compañeros en la procreación debían
de haber acabado, la mayoría, aplastados contra el asfalto por las ruedas de coches y camiones. Era casi una urraca póstuma, una urraca
conclusiva, una urraca de la que ya no dependía nada salvo su propia vida de
saltos desorientados en la hierba. No podía pasarme mucho tiempo mirándola, así
que me volví hacia la avenida, hacia las parejas que corrían, hacia las madres
que paseaban sus carritos, hacia los otros bancos ocupados por gente solitaria.
Y entonces me pareció escuchar un aleteo. Miré hacia donde estaba la urraca y
no la vi. Creo que había echado a volar a través de los árboles.
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