No sé qué tienen las rememoraciones de la infancia que están
como aureoladas. Cada momento recordado o cada escena recuperada aparecen
recortados en un fondo de extraña mansedumbre. Esta aureola se pierde en cuanto
se la quiere decir. La escritura es, por tanto, el gran desagüe de las
rememoraciones desgastadas, de los sueños empobrecidos y de los instantes
despojados de cualquier realidad. No nos engañemos pensando que la palabra es
capaz de crear algo cuando lo único que está a su alcance es rescatar y
almacenar lo que una vez se perdió.
Lo digo e intento volver con la mente a un lugar en el que pasé
muchos veranos, con un cuerpo que era entonces otro cuerpo, más vivo o menos
abrumado que el de ahora. El fogonazo es reacio al muladar de las palabras. Se
resiste a la petrificación y a la baba de ser dicho. Pero somos lo
suficientemente presuntuosos como para pensar que, nuestro como es, debemos
capturarlo, encadenarlo y exhibirlo como un trofeo de caza.
Así que: nueva intentona. Estoy asomado a la ventana de un
apartamento del sur. Es por la noche, un recodo del día en el que todo sigue
fluyendo pero de otro modo ya, no del todo desaparecido pero sí como
transparentado. Los cuerpos se han transformado en meras voces que se susurran las
unas a las otras como si se rozaran o acariciaran. Los árboles se mecen entre
las luces de las terrazas desde las que llega la música de una fiesta recién
comenzada. Miro hacia la ventana de enfrente. En ella se ven, como sombras
fugaces que huyen de la luz, los cuerpos de quienes se deslizaban junto a
nuestros cuerpos en la promiscuidad de la piscina. Pero ahora estamos separados
y, aunque sigamos pendientes los unos de los otros, hay algo que ha tocado a su
fin.
En la habitación, mi hermana y yo somos como niños
angelicales que no forman escándalos ni discuten ni se pelean. Llevamos una
vida misteriosa que ni siquiera nuestros padres conocen. Nos turnamos para
asomarnos a la ventana y emitir signos con los que nos comunicamos con nuestros
vecinos de enfrente. Luego, ya acostados, juntamos nuestras manos y nos
transmitimos los mensajes mediante pulsaciones acordadas del pulgar y del
índice. Cuando nos dormimos estamos siempre a punto de avistar el sentido del
siguiente mensaje.
Pero todo es inútil. Una nueva mañana nos devuelve a la luz.
Nos levantamos, desayunamos y nos lanzamos de nuevo a la interminable algarabía
de los paseos y los céspedes. No habría ninguna palabra para vastedad como aquella. Por eso me refugio en la noche,
porque creo que para la noche, más delgada y recogida, más interior y más
serena, encontraré traducción. Cuando la mañana y el mediodía y la tarde
terminan se encogen y se doblan hasta que logran meterse en la caracola de la
noche. Allí los espero con mi red preparada.
Estoy asomado a la ventana y no hay lenguaje todavía, es
decir, que el lenguaje conforma una unidad con la vida. Lo que digo es parte
del momento en que lo digo. No hay aún contorsiones ni evasivas, no hay
desencantos ni recuerdos. Estoy asomado a la ventana, una noche cualquiera del
verano en el apartamento, y transmito el mensaje que hemos acordado lanzar a
nuestros contrincantes. Me escondo tras la cortina y hay un instante en el que
ya no recuerdo cuál era la siguiente señal. Así que interrumpo la transmisión e
inmediatamente me llega la respuesta de enfrente, que no sé descifrar. Entonces
me siento perdido porque he olvidado las claves y ya nunca lograré reconstruir
el mensaje que necesitábamos para seguir viviendo al día siguiente en medio de
la transparencia, la gracia y la verdad.