martes, 19 de marzo de 2013

CASI UNA DESPEDIDA

                                                                                       Para José Andrés Dulce

Qué raro es todo. Me quedé mirando una terraza y supe que había pasado al otro lado. Al otro lado de qué, me decía. La terraza me recordaba algo, algo antiguo, algo no del todo cancelado, algo vivo quizá en el otro lado de algún otro lado. Luego descubrí un mapa tirado entre unos arbustos. Un croquis hecho a mano. En él se señalaban siete partes de lo que parecía un edificio, cada una de las cuales ostentaba una letra mayúscula destacada con un color diferente. En la esquina superior izquierda una leyenda contenía las instrucciones que debían seguirse en la construcción o rehabilitación de cada parte y, además, otras informaciones de interés, por ejemplo: A) La rampa debe ser de madera y no podrá permanecer cerrada más de tres meses o E) Junto al garaje, que dispondrá de un techo desplegable, se situará la caja del restaurante. El croquis era un laberinto de letras, colores, líneas, palabras y espacios que no logré descifrar. Quiero decir que no fui capaz de descubrir cuál era el lugar que representaba, aparte de tratarse de un conglomerado de rampas, tribuna, restaurante, garaje, caja, piscina y biblioteca. Si no hubiera sido por este último elemento perturbador, hubiera pensado que se trataba de un complejo de ocio, una especie de macrodiscoteca o sala de espectáculos multiusos. Me desorientaban el mapa, la terraza, el camino —Judenweg— en el que había desembocado después de saltar un par de cercas metálicas de lo que parecía una granja abandonada. Detenerme unos cuantos segundos más significaba tal vez lograr permanecer en ese otro lado o perderlo para siempre. La terraza pentagonal me invitaba a que siguiera mirándola, a que intentara desentrañarla. Había un vacío, una desolación en su limpieza impecable, en su trazado perfecto, en la serenidad que desprendía. Yo he estado jugando ahí en alguna otra vida, pensé tontamente. Quizá el otro lado en el que me encontraba era el de la locura. Pero no era la primera vez aquella tarde que un lugar me retrotraía a otro, fantasmagórico, de mi memoria. Descubrí un club de tenis. Solitario, de tres pistas, con pelotas desperdigadas en las jardineras que rodeaban las canchas. Las puertas de una oficina, unos paneles informativos de campeonatos y clases, un bar con una pequeña terraza. Todo se correspondía de un modo demasiado simétrico con ese otro club que nunca ha dejado de rondar mis recuerdos. Qué raro es todo. Ahora mismo, mientras escribo, acaricio la concha de un caracol que recogí junto a una capilla. En vez de contener un molusco, contenía tierra. No se sabía si era un caracol que había terminado sus días en el jardín que rodeaba la capilla o si se trataba de un concha puesta a propósito allí con devoción mucho tiempo después de que muriera el molusco. Era una tarde en la que no había manera de saber nada. Cañerías que no transportaban agua. Un tronco cortado en medio de una esbelta hilera de abedules. Planchas de metal abandonadas en medio de un cruce de caminos. Arroyos tan delgados que no se sabía cómo podían seguir existiendo. Montículos cubiertos de una hierba pajiza de la que de pronto se alzaban unas plantas finísimas, casi transparentes, que el viento desequilibraba. Un perro desapareció con su dueño detrás de uno de esos montículos. Se los tragaron la hierba, el arroyo, los árboles o los caminos, no sé. Parecían tan felices. Y después no hubo tampoco manera de desentrañar nada, pues caminar era el más frágil de los ejercicios. El corazón no daba ninguna seguridad de volver a bombear la sangre que ya había transitado por él. Podía detenerse en cualquier momento y dejar como únicos testigos unos ojos abiertos en medio del campo que miraban sin verla la media luna de algodón apenas insinuada en el cielo. Qué más daba, en el fondo, si el mapa de la verdad nunca podría descifrarse, si estas y las otras vivencias, y todas las del tiempo todo, las mías y las de cualquiera no eran más que rasguños en la piel de lo inconmensurable, la caricia que un gorgojo le hace a un gigante dormido. La iglesia con su torre puntiaguda empezaba a entrar lentamente en un sueño. Decía el epitafio de aquella tumba célebre que había un sueño de nadie y que eran muchos los párpados que se cerraban para dormirlo o soñarlo. Y que la contradicción es la flor que somos.  ¿La concha de un caracol sigue indicando tras su muerte el camino que trazó, la espiral permanente en que se arrastró mientras vivía? Vi lo que eran quizá las primeras flores, diminutas, tan blancas como si acabaran de nacer, como si no pudieran decirse. Todo lo demás era la hierba cansada y la amarga andadura y la vencida tozudez y la impaciencia. El otro lado no era ningún asunto metafísico. Yo estaba simplemente donde me había imaginado otras veces estar cuando no estaba aquí. Una coincidencia, un espejismo, una contradicción. Algo parecido a una lejanía mental, como un aire entretejido de vibraciones extrañas, me había transportado de donde yo creía pertenecer adonde no sabía si estaba a punto de extinguirme. Eso era, sencillamente, el otro lado. La tarde, de repente, parecía expulsarme. Tenía que encontrar un modo de volver. Quedarme quieto frente a aquella terraza para siempre conllevaba el riesgo de que empezara a llenarme de tierra, de que con el aire que respiraba entrara más polvo que oxígeno, de que las venas se fueran convirtiendo en cañerías que llevaban una sangre cada vez más espesa, de que también yo me convirtiera en un objeto inservible abandonado en medio del campo, en un mapa sin significado.

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