miércoles, 6 de marzo de 2013

GEESCH

                                                                              Para José-Flore Tappy

También yo fui un extranjero que buscaba al atardecer una orientación para sus pasos. No encontré en Geesch la casa de la que me habían hablado. Solo había unos antiguos graneros destartalados que, según dejaban ver los buzones que aún seguían ostentando los nombres de los inquilinos junto a las puertas, se habían usado alguna vez como viviendas. Los únicos rastros de vida comunitaria o vecinal en Geesch son un panel y una cruz. En el panel se exponen anuncios de conciertos de música de cámara en las iglesias del cantón, convocatorias de conferencias, ordenanzas municipales referentes a la tenencia de animales domésticos, cursos de musicoterapia y los horarios de los autobuses cantonales. En cuanto a la cruz, se encarga de velar por la incorruptibilidad de los vivos y por la devota memoria de los muertos. En el momento exacto en el que ya no se distingue a un metro del propio torso el contorno de los dedos de la mano, es decir, cuando ya es más de noche que de día, se encienden las luces del alumbrado público, que no son ni blancas ni amarillas, sino de un color entre anaranjado y rojizo que se acentúa a medida que uno se aleja de las poblaciones. Tomar por una de las calles que no conducen sino a un par de casas solitarias más allá de lo que en Geesch se considera el núcleo y desviarse de pronto por la llanura en dirección al río no es sino un modo de cambiar la perspectiva, de retroceder para darse la vuelta cada cierto tiempo y de ver el racimo de las viviendas como flotando por encima del mundo, allá en su nimbo anaranjado o rojizo, silencioso y voraz. También yo fui un extranjero que buscaba al atardecer una orientación para sus pasos. La noche descendía como una manada de lobos que empieza a dispersarse entre las casas asustadas. Uno de ellos, pensé, se enredará con mis piernas en busca no sé si de calor o de palabra. Dejé que anduviera por allí ese lobo concreto que no me pareció muy peligroso. Pasó un par de veces bajo mis piernas, gruñó casi como un bebé y luego se quedó esperando no sé si a que lo acariciara o a que lo espantara. Lo que debían de ser pastos no eran entonces más que encharcados barrizales de espigas aplastadas sobre los que los días anteriores se había derretido la nieve. Algo nacerá de todo esto, pensé, de estos pastos que deben de ser comunales dado que no se impide el acceso mediante ningún cercado o protección. Me atrajo un grupo de árboles a los que luego ignoré porque me parecieron estar confabulando demasiado apegados los unos a los otros. Quien escapa de una población opresiva como Geesch necesita total libertad no solo en la determinación de su destino sino también en todos y cada uno de los elementos con que se va conformando su vida de supuesto paria irrisorio. Dejé los árboles a un lado y continué por la llanura. Llegué a una parte en la que el sol no incidía nunca a lo largo del día y que por eso seguía cubierta por la nieve. Unos pasos se hundían más que otros. El cuerpo parecía el de un torpe plantígrado que, sin compostura alguna, sin la mís mínima coordinación de sus miembros, se lanza a atravesar una llanura nevada. A nadie se le ocurre sino al extraviado de turno. La nieve crujía con cada golpetazo de los pies. El hundimiento era a veces tan fuerte que me desestabilizaba. Veía Geesch a lo lejos como un lugar repelente en el que una serie de extranjeros debían de haberse refugiado hacía más de cuarenta años y de cuyas vidas solo restaban las placas con sus nombres en algunos buzones oxidados. Apellidos portugueses, quién sabe si de refugiados políticos o de emigrantes económicos, por emplear dos términos acaso en el fondo sinónimos. La casa que buscaba debía de estar en la parte más alta del pueblo. Allí iría otro día. También yo fui un extranjero que buscaba al atardecer una orientación para mis pasos. De pronto me encontré con una pequeña hondonada: ¡un arroyo! Pensé que iba a ser el final del camino porque me obligaría a dar la vuelta, pero, como en estos divinos cantones está todo previsto, un tablón de madera sólidamente encajado entre una orilla y otra estaba puesto allí para salvar el obstáculo —y acaso una ordenanza señalaba sobre el tablón comunal las penas para todo aquel que se atreviera a retirarlo. Geesch no se divisaba ya sino como una muy remota posibilidad de encontrar almas no sé si gemelas la mayoría de ellas entregadas a la musicoterapia, la tenencia de animales, el estudio de la música de cámara o la preparación de una conferencia sobre el mejor aprovechamiento del ganado caprino en los establos de la región. También yo fui un extranjero que buscaba al atardecer una orientación para mis pasos. Poco después de atravesar los últimos metros de la llanura me encontré con un obstáculo peor que el arroyo finalmente salvado hasta con un poco de gracia —el tablón resultó no ser tan sólido ni seguro y dio ocasión para alguna pirueta. Se trataba de un bosquecillo, si puede llamárselo así, de árboles enmarañados, con ramas partidas caídas de un modo caprichoso sobre otras ramas aún unidas a los troncos. Tenía que internarme en ese selvático madreporario de malezas y troncos de dudosa confianza para intentar alcanzar el camino que, sobre eso no albergaba dudas, transcurría paralelo al río. Me armé de valor, aparté una rama aquí, bordeé un tronco allá, escalé taludes cubiertos de nieve con ayuda de arbolillos esqueléticos a los que me agarraba y al final, sin mucha dificultad, alcancé el sendero comunal. Aclaro que aquí todo es comunal desde el momento en que no resulta inequívocamente señalado como privado. Los extranjeros, a los que nada privado nos está permitido, tenemos que limitarnos a ocupar los espacios comunales para, desde ellos o a través de ellos, acceder a otros espacios comunales; y, así, sucesivamente. Mi finalidad, extranjero como era yo también, no era sino buscar una orientación para mis pasos. La encontré en cuanto accedí al sendero comunal. Y esto ocurrió del modo que diré a continuación: acompañado por el río, que, aunque cambia en todo momento de color, permanece siempre estable en el mismo cauce y dirige sus aguas siempre en la misma dirección, supe que me encontraba en lo que llaman «el sendero que va por la orilla del río» y supe, por tanto, que al final de ese sendero se encontraba la población donde había podido instalar mi residencia provisional en aquellos tiempos. Hay en ese camino un lugar especial que descubrí no hace mucho —no sé si sobre las huellas de otros descubridores—: un mirador escondido desde el que uno puede ponerse a contemplar el paso del Ródano apartado de todo y de todos, en una abigarrada simbiosis de las innumerables realidades que somos y la simplicidad alentadora del curso de agua que se limita a correr sin más preguntas hacia donde quiera que esté su destino. También yo fui un extranjero que buscaba al atardecer una orientación para sus pasos. Me senté en las tablas preparadas al efecto y dejé que los pensamientos nunca suficientemente serenos o coherentes armonizaran por un instante con la fluidez inmutable del río. No sé si lo que entonces busqué, dada mi condición de extranjero a estas alturas ya perfectamente conocida por el lector, fue lo que alguna religión llama «la hermosura del retorno» o simplemente un lugar donde seguir siendo en secreto el extranjero que era entonces, tan en secreto que nadie pudiera decir que lo era.

2 comentarios:

  1. Me ha dado ganas ese texto de volver a ser extranjero. Que a veces la patria cansa, y más en estos tiempos.

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  2. Confieso que esa palabra, patria, me eriza cada vez que la oigo, y no precisamente de placer... Solo vinculada a cosas como un almendro, una fuente o una roca, como en aquellos ingenuos versos que comienzan "La patria es una peña, / la patria es una roca...", me resulta ligeramente soportable.

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