domingo, 24 de marzo de 2013

ZENTRIEGENHAUS


El respeto que impone verse de pronto viviendo en una casa de más de quinientos años de edad. La madera del suelo, las vigas de las paredes y del techo no solo crujen, sino que parecen atesorar no sé qué secretos o suciedades inconfesables.

Los primeros días se siente un deseo de aprender lenguas extrañas: albanés, retorrománico, rumano, guaraní… Luego se ponen los pies en la tierra y resulta mucho mas práctico aprender a preparar una ensalada fácil pero sabrosa o un muslo de pato al estilo del Valais.

La primera noche da un poco de miedo acostarse porque la mañana de ese mismo día uno se despertó en otro lugar y teme ahora despertarse en un tercer sitio que no sea este ni aquel y del que no se sepa ni siquiera cómo pudo llegarse hasta allí.

Los diez minutos que, haciéndome a medias el ingenuo y a medias el caradura, pasé en el vagon de primera clase del tren Ginebra-Visp me recordaron ese almuerzo que disfruté un día —por recomendación de un amigo que se las sabía todas— en un bufet libre de un hotel de Fuerteventura en el que el descontrol permitía llegar, hacerse con una bandeja, confundirse entre la clientela, recoger los platos que más apeteciera comer y sentarse luego en una mesa bajo unas palmeras o junto a una piscina a disfrutar de un almuerzo opíparo aunque convencional, apetitoso sobre todo por lo que tenía de furtivo. Aquellos, me temo, eran aún tiempos de vacas gordas o de morsas instaladas en las direcciones generales de turismo del Gobierno de Canarias.

Nadie en el mundo está más expuesto a un encuentro azaroso que un taxista… salvo el cliente de un taxista.

Una tumba a la que siempre llega un rayo de sol. Puesta frente al sol del atardecer que se esconde tras las montañas nevadas. Con una pequeña cruz de madera en la que solo figuran dos fechas y unas iniciales: 1875-1926, R. M. R. Un lugar en el que quien reposa parece seguir respirando en un aire que no es de este mundo. Respirando por las flores que la tierra transpira. Una tumba que casi nadie visita y junto a la que no se puede descansar mucho tiempo. Ya sé que no soy más que uno (o un par) de esos párpados que sueñan la rosa que no desea ser soñada por nadie y que por ello es pura contradicción. Si cierro los párpados ante la tumba estoy muriendo aquí antes de mi propia muerte aunque siga viviendo allá de donde vine. Un río corre siempre bajo los párpados que sueñan su propio sueño aquí arriba. O un mar encrespado como el de Duino. O un tajo silencioso como el de Ronda. Los ángeles se posan como ciervos que, sedientos, aletean sin saber que el agua que los sacie no ha brotado todavía.

No sé si con su cría o con su madre, tampoco si jugaba o si escapaba, pero aquel cervatillo que apareció desde la parte baja del bosque y atravesó los árboles brincando entre la nieve hizo que me detuviera y sintiera —o deseara sentir— que en aquel momento no había intervalo ni distancia entre la naturaleza y yo.

Una escritura pedregosa la de Maurice Chappaz en La haute route —pedregosa en el mejor sentido del término—, una escritura no previsible y laberíntica que siempre conduce adonde no se esperaba. Pero cuesta traducirla y a veces, en determinadas expresiones, no hay forma de descubrir a qué nos remite. Está íntimamente apegada a un paisaje que desconozco. Entonces solo me queda inventar o fantasear. O ponerme en camino para intentar vislumbrar algo del mundo que recrean las palabras. En este caso, el traductor tendría que calzarse los esquís y recorrer por sí mismo la alta ruta que quiere traducir.

Cuando ya había anochecido llegué hasta el río para escucharlo unos instantes. Me pareció que uno de los funiculares que suben la montaña llegaba en ese momento a la base. ¿Funcionan también por la noche? La gente se saluda en Raroña cuando se cruza por la calle. Dicen “Salü”, su saludo informal, o algo que se parece a “Guten Abend” pero que quizá sea otra cosa. Saludan como hacia dentro, aunque algunos sonríen. Al parecer, pronto se celebrará el carnaval. Prefiero no imaginármelo. Trajes de brujas o espantapájaros con latas de cerveza de medio litro en la mano. Los suizos ensucian más de lo que se cree, pero lo hacen en lugares escondidos, como con la peor de las conciencias.

Ha muerto el hermano de un tío político mío, según me ha contado mi padre. Se encontró mal anoche, acudió a la casa de un hijo suyo, médico, que estaba reunido con otros amigos médicos, pero no hubo nada que hacer. Para unos el final es cosa de un instante y para otros dura una eternidad. La sucursal de uno de los bancos radicados en Raroña me recuerda, por su fachada fría, a la vez esterilizada y acogedora, a una de esas clínicas a las que los millonarios deshauciados acuden para que les sea practicado el suicidio asistido.

Una casa en Visp, erigida como una enseñanza, como un teorema del equilibrio. Un grácil entramado de vigas, de estacas, de tablones y leños que parece sonreír. Más de quinientos años desde que el arquitecto tirolés —cuyo nombre olvidé apuntar— la levantó. Una casa teológica, se diría, una casa sacramental. Con las maderas —y uno casi las huele— de los bosques cercanos se ha levantado un templo cuyo dios es la geometría o la armonía. Las flores que la adornan no están ahí sino para que la recordemos mejor al marcharnos.

Es el escritor con mayor capacidad para perderse que conozco.

De un correo enviado a un amigo el 14 de enero: «Todas esas moles nevadas, con esas llagas blancas que parecen supurar una pus de otro mundo.» Y en su respuesta: «Esa pus de otro mundo tal vez se supure en el nuestro, o en nuestros ojos y, tal vez, no sea más que agua, más que aire lo que brilla y se oculta con tanta fuerza sobre las montañas.»

Pasan las avionetas entre las montañas. Imagino que van a aterrizar en el aeródromo. Habrán zigzagueado a gusto entre los desfiladeros. Su misión es decirnos lo arriba que se puede llegar.

Sueños escatológicos en estas noches profundas. Duermo como un tronco —y literalmente entre troncos—, pero me despierto como si hubiera estado manoseando excrementos de cuerpecitos inocentes. Una analidad turbia dialoga con miradas vírgenes en habitaciones atestadas de muñecos de peluche. O un profesor universitario alemán me enseña su culo sucio para que haga con él lo que nadie estaría dispuesto a hacer. No crean que no me preocupan todas estas imágenes que nada bueno dicen de mí. Soy consciente de que, a veces, cuando me preparo para acostarme, puede inciarse un ritual coprofágico en el que la caca y la leche de cualquiera se ofrecerán en el altar para que otros o yo las consagremos.

La letra de Rilke cambia según escriba alemán o francés. Sus vergeles o sus cuartetos valesanos son más gráciles, más ligeros, más luminosos que sus elegías duinesas o sus sonetos órficos. Y esto es así ya desde las figuras que la mano conforma sobre el papel.

Lejos lleva su plata el río, la plata que rezuma desde las cumbres nevadas y que baña silenciosa la última luz de la tarde. Dejo atrás la estación, cruzo el puente y, sin detenerme, miro a ambos lados para que origen y desmbocadura no se separen ni un instante de la corriente que fluye. El río frío, de aguas verdosas, que cruza como un animal agazapado entre las moles amenazadoras. He acariciado tu lomo, río. Ahora, si quieres, llévate lejos tu plata.

La traducción: qué extraordinaria oportunidad para perderse en el interior de un texto ―proceloso, radiante, perturbador o tierno― como quien se introduce en el interior de un cuerpo para explorarlo o disfrutarlo. El texto se abre o se resiste a abrirse, depende. El íntimo intercambio, el boca a boca o palabra a palabra que allí tiene lugar es uno de los procesos más secretos del mundo. El traductor y el texto, como el pintor y su musa, pasan horas, días, meses juntos en la misma habitación hasta que uno de los dos vence o desiste, rasga lo que ha hecho o se entrega ya sin cortapisas a la voluntad del otro.

No hay nada contra la tristeza salvo más tristeza, salvo tristeza de otro tipo, salvo tristeza procedente de otro dolor.

Hay un momento extraño, cerca del final de una traducción, cuando casi todo está corregido pero falta aún una última supervisión, el visto bueno final, en el que el traductor se da cuenta de que, en medio de la ilimitada inestabilidad que lo rodea, lo único estable, lo único seguro y lo único cierto es el texto original que está a punto de desaparecer para siempre para él.

Ningún libro de verdad es un libro más. Escribir para prolongar una trayectoria, un nombre, la imagen que uno se ha hecho de sí mismo, es una imbecilidad y, lo que es peor, una patética triquiñuela. Cualquier libro que se escriba habrá de ser el libro al que el escritor se entrega, el último libro de su vida, el libro en el que muere sin saber si habrá otros.

2 comentarios:

  1. ¡Magnífico! Anda tanto "aforista" suelto por ahí, buscando aforo (y en cierto modo me incluyo, solo en cierto modo), que estos no-aforismos me parecen auténticos.
    Abrazos
    José Aníbal Campos

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  2. Gracias, amigo Aníbal. El aforo es el que es es, no da para más. Uno de los problemas de la literatura canaria es que no hay aforo para tanto foro. Un abrazo.

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