Aquel era un cementerio que no invitaba a entrar, ante el
que uno prefería detenerse y pasear su vista
─Cementerio de Bellavista lo
llaman─ en círculo alrededor de las montañas, un cementerio al que los
familiares de los muertos acudían solo unos minutos para depositar tímidamente
unas flores, unas flores compradas al florero apostado al pie de la carretera de acceso, ni
siquiera en la puerta del cementerio sino a unos cuantos cientos de metros de él,
como si no fuera lícito o conveniente permanecer mucho tiempo junto a las
tumbas ─tumbas que no eran más que nichos arracimados en filas horizontales y
verticales a lo largo de muros blancos, inhóspitos. Mientras caminaba, por primera
vez en mi vida, por aquella carretera, veía bajar a los coches que acababan de
subir, esta vez ya sin los escuálidos ramos de flores depositados, imaginaba,
como una exhalación en los floreros pasmados frente a las lápidas. Del
aparcamiento del cementerio salían a toda prisa los coches de los visitantes
que habían cumplido con las flores y, quizá, con el rezo de una breve e
insípida oración. No tengo a nadie aquí, me dije. Nunca tendré a nadie aquí. No
volveré a pasar tal vez nunca más por aquí, frente a este cementerio que ha
otorgado a sus muertos la mejor de las vistas, eterna pero inútil, sobre el
valle, el mar y las montañas. La carretera bordeaba el cementerio, de muros
elevados como para que ningún muerto escapase, muros de los que asomaban unas
gárgolas destinadas quizá a conducir supuraciones póstumas, sudores de
cadáveres, hieles de dudosa resurrección. Continuaba la carretera por la parte
posterior del cementerio y se internaba por entre los recovecos de los montes,
por lo que a partir de ahí recibía el nombre de camino del valle. Un cadáver de lagartija bizcochado, cuya cabeza
se desprendió cuando intenté moverlo con un pie; otro de rana aplastado contra
el asfalto; otro, en la cuneta, de un perro peludo que desprendía un fuerte olor a
putrefacción; un último cadáver, más adelante, de una rata, en medio de la carretera,
cuya sangre reciente era libada por un enjambre de moscas insaciables: esa fue la compañía que salió a recibirme al principio del camino del
valle. La muerte se expone aquí sin tapujos, sale al paso como un aviso
para el caminante, la muerte seca o la muerte candente, la muerte que aplasta o
la muerte que acuna, la muerte que achicharra o la muerte que desangra. Camino
por entre recovecos plagados de muerte. Muerte
que avanza a la vista de muertes precedentes, muerte que aprende de
otras muertes el estricto resultado de la muerte: una lámina, un bizcocho, un
revoltijo, una pelambrera oculta entre las zarzas. Y los nichos, ya dejados
atrás, como un torpe subterfugio, el más patente testimonio de nuestra
incapacidad de concebir la muerte como lo que es: como una inmovilidad, una
absoluta disponibilidad final, una confusión o comunión con lo que nos rodea, la
sequedad definitiva. Viajeros, ustedes que algún día tomarán este perdido camino del valle: sepan que proseguí,
que no me detuve al borde del camino porque aún no había llegado mi hora. El sol
de un sábado del mes de julio en aquel valle del norte de la isla no era mi
enemigo y calentaba sin excesos mi mejilla, mi sien, mi oreja y mi brazo
derechos. Era casi mediodía. Caminaba hacia el norte. Racimos de uvas agraces resplandecían en las
laderas cubiertas de viñedos. Daban ganas de probar esa amargura, ese sinsabor
de lo que aún no está resuelto, de lo que, por su propia inmadurez, tiene acaso
la virtud de curar la amargura, el sinsabor de lo demasiado maduro. Casas
desperdigadas, ocultas entre las arboledas, perdidas en los confines de las
montañas, solitarias. Un caballo que miró, un perro que ladró, un gato que
dormitaba, burros que comían en un improvisado alpendre: esa fue la compañía que salió a despedirme al final del camino del valle. Ustedes están vivos,
no saben que por aquí ronda la muerte, que bajo este sol engañoso se esconde
una zarpa inexorable. Ustedes, perros, lagartos, golondrinas, burros,
cernícalos, palomas, gatos, caballos, muchachos que pintaban la azotea de una
de las casas como si fueran a tirarse sin querer desde ella, ustedes no imaginan
cuánto cuesta sobrevivir, hasta qué punto el sol nos ilumina, libera nuestras
vidas y nos salva en la medida en que solo vivamos el presente, este instante
de aquí junto al abismo de todos los cadáveres. En una de esas casas soñó
anoche quizá un campesino el mismo sueño que yo, un sueño en el que todo volvía a ser como era antes o incluso mejor. El camino del valle continúa
internándose entre los recovecos de los montes, traza un semicírculo para que
podamos darle la espalda al sol y nos devuelve al principio, al lugar en el que el florero,
al pie de la carretera, vende unas flores mustias que muy poco les importan a
los muertos.
(Tegueste)
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