martes, 25 de febrero de 2014

JOSÉ HERRERA EXPONE EN GÜÍMAR

José Herrera, ese artista que lleva más de treinta años creando su obra en silencio, alejado de las distracciones y de, por pocas que sean, las incitaciones que un medio como el insular pone a disposición de los creadores; José Herrera, que no ha dejado nunca de trabajar porque para él el trabajo es casi una manera de respirar --una respiración amenazada, sin embargo, por los muchos obstáculos que la vida, cuando se la vive de verdad, va poniendo a nuestro paso--; José Herrera, cuya obra, desde hace mucho tiempo, no se inserta en corrientes ni en movimientos sino que busca apartada y solitaria la expresión de un mundo que solo ella puede expresar; José Herrera, que ha dialogado con otros artistas, con poetas, con músicos, con campesinos, con artesanos, con los propios animales que nos van saliendo al paso, con los árboles a los que les basta que nos acerquemos para susurrarnos algún secreto; José Herrera, cuya disponibilidad para la amistad verdadera es casi infinita y que le da la misma importancia a un almuerzo en algún restaurante perdido del Macizo de Anaga que al remate de alguna pieza empezada tiempo atrás --quizá porque esa comida, ese lugar semiapartado, ese intercambio de impresiones con amigos y esa luz que, filtrada por laurisilva, acompaña en todo momento el cruce de palabras y rostros no son tan diferentes de los espacios que José Herrera crea en sus extrañas esculturas o dibujos: espacios interiores pero perfectamente a la vista, lugares recogidos a los que puede accederse, proyecciones de sueños que procuran al espectador alguna ruta por la que ir desde su dolor hasta la calma; José Herrera, respetado por todos, incómodo --para algunos-- porque no forma parte de todo, más bien de casi nada, tímido en esos momentos en los que él mismo es el protagonista, invisible cuando ha ido tan solo a escuchar o a acompañar, insular por sus hondas vivencias de una tierra cuya luz fragmentada bulle en el fondo de cada una de sus obras, universal porque su relato es el de un creador perdido entre la irresoluble necesidad de dar testimonio y la conciencia de que es tan poco lo que puede darse o decirse. José Herrera ha elegido ahora una casa, un antiguo caserón que imagino sencillo, austero, quizás deshabitado, en la villa sureña de Güímar, al pie de la corona forestal, en un valle en el que confluyen estratos históricos, zona de misterios, verdadera ladera este de la isla, lugar de las revelaciones y, sobre todo, promontorio privilegiado desde el que contemplar a lo lejos el mar entre las discretas ventanas de un viejo caserón. La obra de José Herrera es la celebración del calor que difunde una materia que ha sido incorporada como parte de nosotros mismos, del propio cuerpo, sin ninguna violencia. Un regreso a los objetos que nos importan de verdad, a las posturas que nos permiten reencontrar cierta cara frente al raudo frenesí con el que el mundo pasa y nos despoja. Desde aquí, querido Pepe, mis mejores deseos de éxito para este nuevo trabajo que es, en el fondo, el de siempre: entregarte del todo por medio de tu arte, hacer que quien se acerque y se detenga ante tus piezas piense que hay una razón superior por la que la vida merece ser vivida y que esa razón, cuyo nombre no conoces, no conocemos, ha inspirado esas obras que nos hablan desde su silencio y su verdad.



                                                          (Fotografía: Claudia Torres)

   (Fotografía: Claudia Torres)


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