martes, 10 de marzo de 2015

COMO UNA MARCA DE AGUA

No se sintió nunca más entrañadamente poeta que durante aquellas semanas en que no escribió nada.

Entrañadamente, se dijo, no entrañablemente. Pues quizá en lo que iba de una partícula a otra, de lo entrañado a lo entrañable, residía el misterio de la poesía.

Fueron unas semanas en las que se limitó a vivir por fuera de su propia existencia.

No es que se viera vivir, ni que se oyera vivir, ni que tocara desde fuera su vida --como se ve o se oye o se toca el cuerpo de los otros, de quienes no somos nosotros--, sino que se, de algún modo, respiraba vivir.

Respiraba y lo que entraba en su cuerpo no era el aire: era su propia vida.

Se, eso es, respiraba vivir.

Y aquella vida no tenía consistencia, había perdido toda forma, toda memoria, toda, incluso, semejanza con lo que debía o podía haber sido su vida.

Precisamente por eso podía respirarla.

Vivía en un borde que no era ya el borde de otras épocas, no era un borde imaginado ni dicho ni deseado ni mixtificado por ningún delirio o elucubración desgajados de vaciedad o impostura algunas.  

Era un borde real. Podía llegar hasta el borde de aquel borde. Y hubiera podido caer desde él hasta donde no había nada para amortiguar la caída.

Y, sin embargo, sentía que el borde mismo lo retenía.

Era, como aquella casa enterrada en la arena, un borde que lo tenía atrapado y del que no sabía si deseaba escapar.

¿Había amado como no lo había hecho nunca?

¿Se debía toda aquella sensación de irrealidad intensamente real a la tenacidad de una dicha que no debió sentir nunca?

Si hubiera albergado algún deseo, hubiera sido el de permanecer apartado.

Apartado, en silencio, en la mejor postura y disposición para escucharse respirar vivir.

Pero todo deseo había sido arrasado.

A veces, y del modo más errático, regresaban retazos de lo que había vivido antes de aquellas semanas. No se reconocía. No estaba acostumbrado a tanta plenitud. Se decía que era otro, que eran de otro aquellos recuerdos, que no podía ser él quien había sentido aquella felicidad sin límites.

¿Pero quién sino él iba a ser?

Y lo extraño es que entre aquellas semanas que recordaba grandiosas y estas otras que tan insignificantes le parecían no habían mediado más que unas pocas palabras dulces, casi un susurro dicho por teléfono.

La ruptura había sido lo que posiblemente es siempre toda ruptura: un paso entre el ser y el no ser.

Pero en ese paso había algo, era eso quizá lo que estaba ocurriendo, algo que no se había desprendido del todo del instante anterior a darlo y algo que aún no había alcanzado el instante posterior a darlo.

Vivía en ese intersticio aunque debía estar viviendo ya después de él.

¿Se había quedado una parte suya atrapada en esa grieta, mientras que otra, la parte presuntamente consciente, o conocida, de sí mismo, había tenido que salir de esa hendidura para seguir adelante?

No se sentía perdido. Estaba en el centro de su propia inestabilidad.

Ni siquiera se imaginaba que algún día pudiera dejar de estar ahí.

Como una marca de agua, su vida se transparentaba en lo que quedaba de su vida. Lo que quedaba no tenía para él más valor que el de seguir reflejando, allá en el fondo, un resplandor que se había apagado mucho tiempo atrás.

Había regularizado sus ritmos de vida y le parecía que se conducía ahora como un auténtico salvaje.

Hubiera estado dispuesto a hacer cualquier cosa y, sin embargo, no hacía nada.

No había nada que hacer.

Podía permanecer durante horas sentado en la misma postura.

Otras veces, cualquier chasquido lo sobresaltaba.

No le habló a nadie de lo que había pasado. Ni siquiera se lo dijo a sí mismo.

Esta manera de vivir las cosas, este aparente desapego, no era sino un ardor silencioso en la entraña.

La entraña así entendida, es decir, no revelada para nadie, ni siquiera para sí mismo, era lo que él llamaba poesía.

La poesía así concebida, es decir, como una entraña desposeída de conciencia, de palabras y de revelación, era lo mismo que la muerte.

Creo que, a partir de aquí, no hace falta decir nada más.

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