miércoles, 21 de octubre de 2015

LAS RATAS Y YO


Durante mucho tiempo, estuve convencido de que formaba parte de mi destino encontrarme con ratas en mis paseos por la isla. Hablo de ratas en sentido literal, del rattus novergicus, de esos roedores grises e hirsutos de casi medio metro de longitud si incluimos el rabo. Había días en que podía encontrarme hasta tres ratas. Una que a las siete de la tarde cruzaba como un rayo una vía paralela a la autopista hasta chocarse con el murete de hormigón que delimitaba el arcén. Otra asomada al borde de un terraplén en la terraza superior de las instalaciones deportivas del segundo parque de la capital hacia las dos de la mañana. Y otra, por ejemplo, escondida entre los arbustos de la avenida marítima recién amanecido el día. Por entonces, en lo que luego denominé mi época heroica, me preguntaba si habría llegado el tiempo de las ratas. Ya antes, en mi niñez, y a veces en mi primera juventud, solía encontrármelas, aunque de un modo menos sistemático: eran como fogonazos que, de pronto, hacían que mereciera la pena vivir en una ciudad portuaria como esta y uno recordaba durante meses el maravilloso espectáculo de tres o cuatro ratas chillando encaramadas en los aleros del edificio del cabildo al atardecer. Pero vinieron después períodos de sequía, largos meses, e incluso años, en que las ratas parecieron haber sido expulsadas por los sucesivos y nefastos planes de saneamiento perpetrados por las autoridades. Yo las maldije entonces, a las autoridades y a las ratas, a las primeras por su deseo de aniquilación y a las segundas por dejarse vencer sin oponer, pensaba, apenas resistencia. Pero había siempre algún signo de que la destrucción no había sido completa. Después de que se declarara la isla territorio definitivamente libre de ratas, aparecía algún cadáver fresco en una cuneta, o se descubría una madriguera con señales de vida. Las autoridades, por supuesto, ocultaban estos hallazgos. Todo el mundo creía que la victoria había sido definitiva. Yo, sin embargo, en mis largos paseos por las carreteras secundarias de la isla, me detenía alguna vez al borde de las ruinas de un cuarto de aperos, me bajaba a estirar las piernas y entonces, de pronto, como un chispazo casi milagroso, veía una cola que surcaba la hierba, el delicioso lomo pardo de un superviviente que huía entre las piedras. ¡Oh, entonces volvía a creer en ellas! Anhelaba el momento de volver a ver una. Me decía que seguían allí, escondidas, alerta, protegidas por su extraordinaria capacidad de supervivencia, inexpugnables. Pero venían luego épocas de desolación, de nuevo meses y meses en que no veía ninguna, carreteras solitarias sin una sola mancha gris en la que creer, plazas desiertas, parques sin encanto, ramblas vacías, jardines sórdidos, fuentes secas, avenidas sin ratas, calles sin ratas, columpios sin ratas, casas sin ratas. En mis sueños más turbios llegué a imaginar hasta un infinito alcantarillado sin ratas, toda una subterránea y repugnante red de sumideros y cloacas en los que las ratas hubieran sido del todo exterminadas. Maldije al alcalde, encargué males de ojo contra el concejal de salud pública, hice construir un muñeco con la forma y figura del presidente del cabildo para que le fuera practicado un tipo de vudú, el vudú anal, que, según me dijo la santera Saturnina, era el más efectivo de todos: pues el muñeco era acribillado a alfilerazos en salva la parte, lo que redundaba en una semana de prurito anal padecido por el político en cuestión. Confieso que por entonces estaba desesperado y que si recurrí a tales medidas (y a otras peores que callo) fue porque creí firmemente que las ratas habían desaparecido de la faz de la isla en que vivo. Pero un día, no hace tanto de esto, todo cambió. Llevaba ya algún tiempo resignado, bastante decaído: veía a los políticos culpables tan campantes en sus puestos, sabía que habían sufrido alguna molestia –un accidente de tráfico con rotura de tobillo, una semana de hospitalización por crisis aguda de almorroides–, pero nada que las virtudes y maravillas de nuestra sanidad pública no pudiera reparar en poco tiempo para devolverlos a sus puestos y permitirles continuar con su campaña de depredación de roedores y demás animales insulares. Ocurrió entonces, cuando había perdido toda esperanza, algo extraordinario: paseaba un día por una avenida nueva, por uno de esos flamantes promontorios junto al Barranco de Santos. Algunos de ustedes recordarán que antiguamente aquella zona era un criadero de sintechos, pero hoy se ha convertido en un ajardinado paraíso para deportistas. No hace falta permanecer allí más de media hora para empezar a sentir unas náuseas compulsivas: por suerte, basta con asomarse al barranco para echar la papilla. En esas, quiero decir a punto de lo tal, me encontraba yo cuando algo me salvó: una rata asomó de detrás de una palmera, un ejemplar magnífico, insolente, un deslumbrante y orondo mamífero de astuta mirada, un animal vigoroso, seguramente un macho en la plenitud de sus facultades físicas, de unos cuatrocientos gramos de peso, con unas patas que se agarraban como ventosas al tronco de la palmera y correteaban por él como proclamando su poderío, su insumisión, su triunfo. Sufrí una especie de síncope, un amago de éxtasis que me retuvo en casa durante tres días. No contesté al teléfono, no le abrí la puerta a nadie, no contesté los wasaps ni chateé de madrugada. Estaba buscando mi reconciliación con el mundo. Me imaginaba, presentía una ciudad al borde de la utopía: invadida por miles, por millones de ratas que, incontroladas, nos devolvían todo lo que los miserables nunca debieron arrebatarnos y tan difícil de decir resulta. Esa comunión. Ese alborozo. Ese vigor. Esa suciedad. Esa estampida. Ese albedrío.

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