viernes, 2 de octubre de 2015

SANTA CRUZ DE TENERIFE


                                                                                                 Para Pablo Martín Carbajal

Si uno recorre por primera vez las calles de una ciudad como Santa Cruz de Tenerife –un visitante llegado de pronto, despreocupado, imberbe o incluso “de vuelta de todo”, viajero de un trasatlántico, pasajero azaroso, flâneur ajeno a todo– quizá no se percate de entrada del aire malsano que desprenden determinados edificios, ciertos rincones del centro de la ciudad o, si se arriesga a llegar hasta la costa del extrarradio, algunas playas convertidas en vertederos o en cementerios de gaviotas. Es posible que en un segundo paseo, alentado ya por el gusanillo de lo inconmovible, sorprendido por esa infrecuente destreza para empolvarse hasta la irrisión que poseen algunas damas que se descuelgan, entre la calle del Pilar y la de Villalba Hervás, como si habitaran todavía en el interior de una acuarela de Francisco Bonnín, nuestro visitante descubra un par de casonas, dos o tres avenidas que difícilmente tienen parangón en cualquier otro lugar del mundo. Lugares como la Avenida de Venezuela, el Parque García Sanabria o los caserones de dos plantas que bordean la Rambla del General Franco –discúlpenme si sigo llamándola como lo hacen mis conciudadanos– componen lo que algunos pedantes denominan el punctum de la ciudad, y esto, si no me equivoco, en razón de lo siguiente: especializada en girar en torno a sí misma y dotada de una importante cantidad de avenidas de circunvalación, plazas, rotondas y fuentes circulares, Santa Cruz de Tenerife constituye un emblemático panóptico, una ciudad apuntalada sobre la contemplación de sí misma y, por tanto, el mejor de los espacios para la reflexión, el aturdimiento y la manía persecutoria. Tengo un amigo que la ha llamado la ciudad de las miradas. Grandes socavones –especialmente en la temporada de riadas–, edificios construidos al filo de los barrancos, pasarelas sobre la autopista, cantidades industriales de palomas achicharradas y un sinnúmero de histriones, apopléjicos, caminadelado, perdonavidas, chuloplayas, santurronas, plastas, perroviejos, colgados, culturetas, virujientos, raterillos, lameculos, arrimados y lelos son parte inseparable del paisaje urbano de esta ciudad que algunos han querido llamar la otra capital del Atlántico. Lo cierto es que personajes de la calaña mencionada pululan cada día por nuestras calles sin que se pueda dar dos pasos sin tener que quitárselos de encima. Nuestro alelado viajero, claro, se muestra encantado con todas estas marcas de autenticidad y desembolsa propinas generosas incluso a los más atrabiliarios camareros. Los tribunales de la mendicidad, las almonedas del pordioserismo y las lonjas de la prostitución constituyen asimismo señalados lugares de esparcimiento en los que quienes han perdido toda esperanza deambulan en busca de unas monedas o de los últimos whiskies. Escuchar el delicioso dialecto que borbota de los labios de una mujer de la clase media santacrucera, esa combinación de cariñosería, desparpajo, zalamería y gracejo carcelario, debería figurar en los anales de todo viajero atlántico que se precie como uno de los momentos más extáticos de toda su carrera. Y hay más. En la esquina de Álvarez de Lugo con Ramón y Cajal, en los aledaños del barrio de Progreso, se puede asistir a un espectáculo digno de cualquier gran ciudad del África contemporánea: las ratas que suben del barranco con las bocas llenas de desperdicios para la cena escalan desordenadamente las cañerías que comunican la calle con el patio trasero de una antigua imprenta. Se especula, por cierto, con que en esa imprenta, en alguna de las dependencias que quedaron al aire libre tras la última riada, podría encontrarse la legendaria copia perdida de la película surrealista que en los años 30 se exhibió en esta ciudad antes que en Praga, que en Berlín, que en Londres. Suba el viajero, si aún tiene fuerzas, por Ramón y Cajal hasta los bares de alterne que colindan con la Rambla y siéntese a tomarse una piña colada a media tarde en una de las terrazas tropicales. Deje que por su piel circule el aire, que a esa hora refresca y deja a los foráneos la apacible sensación de que podrían olvidar su nombre, su cara, su persona y hasta el simple saberse un ser humano vivo en un lugar de la Tierra. Acaríciese entonces las manos, masajéese la cara, descontractúrese el cuello y siéntase por fin parte y partícula elemental del universo. Esto sólo lo logrará nuestro visitante, si es su día de suerte, en nuestra adorada Santa Cruz de Tenerife. Alguna vez, más tarde, creerá haberlo vivido en otros sitios, pero ese será un recuerdo equivocado. La experiencia original fue esta, fue aquí donde confluyeron el aire y la piel, la presencia y la gracia, el tiempo y la fisura, el resplandor y el pozo. Parta, si aún le parece poco, en dirección al Parque de la Granja. Oh la seducción de lo prohibido, la madre de todas las interdicciones. Los muros de ese parque han contemplado todas las inmundicias y se han contaminado de todas las enfermedades que el ser humano puede contagiarles a las piedras. Hay allí un árbol circular, una especie de minúsculo baobab en el que dos cuerpos pueden encogerse y desaparecer el uno en el otro y ambos en el interior del árbol y el árbol con ambos dentro en la espiral infinita de la dormida ciudad. De allí no hay luego dios que los saque. Suba hasta la Cruz del Señor, callejee por el Barrio de la Salud, donde aún juegan al dominó, sin matarse unos a otros, unos cuantos ancianos en la rústica plaza. Salud Alto: donde hubo fiestas que fueron decapitaciones y decapitaciones que fueron fiestas. Si nuestro viajero quiere pillar algo, no le bastará con un dominio básico de la lengua castellana: tendrá que conocer la jerga gestual del menudeo si quiere hacerse entender por los capos del tinglado. Que pille o que no pille dependerá luego de la benevolencia de los tales, que llegado el caso no se andan con chiquitas y menudos los talantes que se gastan. Una vez aquí, no le queda al viajero sino tomar una guagua de la línea 027, que, entre fumetas vestidos de Prada y chabolas pintadas de rosa, atraviesa Cruz de Piedra sin otro incidente que un par de pedradas que apenas rasguñan los cristales blindados del vehículo. Veámoslo de nuevo en algún cafetín del centro de Santa Cruz: peripuesto, rampante, fervoroso, ya nada le parece lo de antes y hasta podríamos contar con él para una de esas ceremonias de bienvenida que el ayuntamiento organiza para agasajar a los turistas. Rodeado de trajes típicos, de timples y de chácaras, a nuestro patidifuso visitante no le costaría mucho decidirse a cenar esa noche en uno de los restaurantes del puerto. Sólo que no hay restaurantes en el puerto. No hay puerto. No hay ciudad. No hay viajero. No hay barco. No hay nada. Salvo quizá unas cuantas ratas por entre los escombros dejados por las riadas.   


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