miércoles, 11 de mayo de 2016

CITA A CIEGAS


No es posible decir sino siempre lo mismo. Bajar por las mismas calles hasta llegar al mismo, contaminado borde. Al cada vez más contaminado borde. Calles ahora vacías –qué bien puede sonar este adjetivo, a veces– a las tres de la tarde. La hora intempestiva en la que todo el mundo está almorzando. Calles de la ciudad comercial, de la pequeña city de la capital de provincias. Calles cada vez más vacías desde que fueron peatonalizadas hace unos cuantos años para que los negocios no se vinieran abajo. Provistas de bancos de madera lustrosa para que, entre una y otra compra, los ciudadanos se tomen apaciblemente un helado. Bajar hasta aquí, dar un paseíto a las tres de la tarde, con la comida en la boca y el esmog en los ojos, parece un ejercicio favorable a la digestión, bueno para la circulación de la sangre. Salvo que, por enésima vez, haya sido usted, amigo, objeto de un error o de una broma. Error o broma que comienza cuando, del modo más ingenuo, entra usted en contacto –a través de una red social– con otro ser de su misma especie con el que se ha citado para pasar un rato agradable. Algo ligero, sin compromiso, una cita a ciegas que va a tener lugar en el apartamento de esa persona, sito en el número 18, puerta 2-B, de una conocida calle de la city. Por el camino, y a través de la misma red social, el sujeto le pregunta a usted algunos detalles referentes a sus preferencias lúdicas, tamaños de mano y pie, constitución y otras particularidades varias que usted, henchido en su vanidad por el inusitado encuentro que está a punto de darse, responde con relativa sinceridad. Lengüetadas, ocho pulgadas, fornido, ataduras, le va usted respondiendo a medida que baja por las calles de siempre hasta el borde de siempre, cada vez más contaminado –¿el borde?, ¿usted?–. Las respuestas van llegando ágiles hasta que en un abrir y cerrar de ojos se encuentra junto al número 22, junto al número 20, luego se suceden dos comercios cerrados, una esquina, el número 14. Retrocede. Vuelve a repasar los números: 14, dos comercios cerrados sin número ni portales de viviendas, luego el portal con el número 20, el número 22. Vaya, qué raro. “Oye, no encuentro el número 18 de la calle en cuestión”, informa usted a través de la red social. Enseguida le llega la respuesta: “Ok. Es que hay que entrar por dentro”. El hermético mensaje le hace llegar hasta la esquina, bordear uno de los comercios cerrados, situarse frente a un portal de la bocacalle con la esperanza, casi la seguridad, de que ese sea el número 18. Pero no: es el número 1 de una bocacalle sin nombre (cosa nada infrecuente en esta capital de provincias). Es decir, deduce, que los números 16 y 18, aunque no figuren con sus respectivas placas en las entradas, corresponden a los dos comercios cerrados que se encuentran entre los números 14 y 20. Parece no haber vuelta de hoja. Resulta entonces evidente que la indicación de la puerta 2-B no puede ser sino un error o una broma, pues en el número 18 no hay ningún edificio de viviendas sino un comercio de electrodomésticos cerrado en razón del descanso del mediodía que aún permanece vigente, puede que sin sentido, en nuestros horarios comerciales. Pero el enigmático “por dentro” de la respuesta recibida no deja de hacerle pensar: podría tratarse de uno de esos portales de doble numeración, es decir, que el número que figura como el 20 sea al mismo tiempo también el 18, aunque no figure por fuera la placa correspondiente a tal número y que por eso haya que entrar “por dentro”. Se acerca usted al portero automático del 20 y busca la puerta 2-B. Como es frecuente en estos edificios de la city, las dos primeras plantas aparecen enteramente dedicadas a oficinas comerciales para las que no figura ningún número de puerta, sino simplemente el nombre de la empresa y el botón en el que debe pulsarse. A partir de la tercera planta, sin embargo, sí que se leen nombres de particulares, no demasiado abundantes, entre numerosos cartelitos de empresas. Quién sabe si uno de esos nombres no podría ser el del sujeto al que busca, si es que tal sujeto existe, en el caso improbable de que se hubiera equivocado al indicarle piso y puerta. No se atreve a tocar en ninguna de las viviendas. Mira a través del cristal de la puerta y lo que ve es el típico zaguán en penumbra con un pasillo largo y un par de peldaños que llevan al ascensor, situado a la derecha. Se vuelve hacia la calle. Una de esas calles en las que antiguamente podía ocurrir de todo, populosas calles del puerto de su infancia, con oficinas a las que acompañaba a su madre para la resolución de algún trámite, oficinas en las que ante un mostrador de caoba un anciano repasa unas facturas, unos bultos –quizá de camino hacia la aduana– se asoman apilados entre los estantes, un incómodo sofá sufre sus juegos de niño solitario. Tiene el móvil en la mano y, cuando quiere mandar un nuevo mensaje a su interlocutor, algo así como un último aviso en medio del naufragio, se da cuenta de que la conversación ya no existe, no puede usted acceder a los mensajes porque ha sido bloqueado –algo que puede hacerse en esa red social, y quizá por eso tiene tanto éxito hoy en día: al bloquear desaparecen todos los mensajes, las fotos intercambiadas, cualquier rastro de aquellos a quienes se ha bloqueado–. Busca una vez más los mensajes intercambiados, por si se hubiera equivocado, pero no: ya no están ahí, es como si esa conversación no hubiera tenido lugar, todo sacado del levísimo espacio en que flotaba con el simple objetivo de obtener un cuerpo a cuerpo, un vis a vis, una cita sin compromiso. Ni siquiera maldice usted al sujeto, de qué serviría: para maldecir a alguien hay que conocer su nombre o tener en la mente por lo menos su rostro. Tampoco mira hacia las ventanas de los edificios que le rodean, en la calle vacía: aunque, lo sabe, desde una de ellas podría estar mirándolo ese cobarde. Vuelve sobre sus pasos y regresa a su casa. Pero antes de llegar, entra en una cafetería: toda la ciudad parece estar reunida allí para aprovechar el módico menú. En el bullicio, que no deja de ser el bullicio de siempre, se desvanece todo asomo de rabia. Se suma usted allí al dislate, olvida todo esto, lo escribe.    


1 comentario:

  1. Comparto hermoso poema de Maria Auxiliadora Alvarez https://mariaauxiliadoraalvarez.com/

    piedras de reposo

    todo lo que quiero decirte hijo Es que atravieses el sufrimiento

    Si llegas a su orilla si su orilla te llega Entra en su noche

    y déjate hundir

    que su sorbo te beba que su espuma te agobie Déjate ir

    déjate ir

    Todo lo que quiero decirte hijo Es que del otro lado del sufrimiento

    Hay otra orilla

    encontrarás allí grandes lajas Una de ellas lleva tu forma tallada

    con tu antigua huella labrada Donde cabrás exacto y con anchura

    no son tumbas hijo son piedras de reposo

    con sus pequeños soles grabados y sus rendijas

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