sábado, 6 de enero de 2018

LOS ANTSCHETSCH

Decían que vivía allí enfrente, pero nunca lo vimos entrar o salir, acaso alguna vez creyéramos haber imaginado verlo asomado a la cristalera del balcón, o por lo menos haber visto lo que parecía su silueta recortada al atardecer detrás de unas cortinas: la figura bien formada, corpulenta, de un hombre de mediana edad, extranjero, rubio, alemán, tenista. Decían incluso que era el director de aquel hotel, aunque ni siquiera estábamos seguros de que aquello fuera un hotel y no tan sólo un complejo de apartamentos; y quienes lo decían afirmaban haberlo visto jugando, casi siempre a la misma hora, a media tarde, en la cancha de tenis del hotel (o lo que fuera) con un joven que podría ser su hijo. Mira, los Antschetsch, decían. Sin embargo, se creía que el hijo no vivía con el padre. Únicamente se los veía juntos, o se decía haberlos visto juntos, en la cancha de tenis, por la tarde, cuando posiblemente el trabajo del padre como director del hotel –o como administrador del complejo de apartamentos– ya había terminado, incluso dejando un rato en la sobremesa para dormir la siesta. 

Zumban las pelotas que se lanzan a un lado y otro de la red: el joven juega de un modo más agresivo, saca con efecto, sube hasta la red, espera la volea, salta, remata, regresa a la línea de fondo para volver a sacar. Le está dando una paliza a su padre, pero, como este podrá luego relajarse con un baño en su habitación, intentará olvidar que, inexorablemente, su juventud ya ha quedado atrás y ahora tiene casi sesenta años. El señor Antschetsch, cuya familia procedía de los Sudetes alemanes, se ha hecho a sí mismo. Después de la guerra, su madre, viuda, lo envió a estudiar a Múnich, donde aprendió el italiano en unos cursos organizados por la Cámara de Comercio con vistas a formar a jóvenes alemanes dispuestos a ejercer de guías turísticos para los grupos de turistas culturales procedentes del norte de Italia. El señor Antschetsch estudió también rudimentos de contabilidad. Su buena planta, su capacidad para hacer amigos incluso donde parecía imposible hacerlos, su sonrisa generadora de confianza y su irresistible atractivo para hombres y mujeres lo situó muy pronto en un puesto de cierta responsabilidad en una empresa dedicada a la promoción inmobiliaria en la frontera de Baviera con Austria. No le resultó muy complicado dar el salto a Italia, donde acabó conociendo a un empresario de la restauración convencido de que invertir en Canarias –años setenta– no era ni mucho menos descabellado. 

El señor Antschetsch llegó a Tenerife como contable de uno de los primeros restaurantes que se abrieron en la isla; Bertini, su jefe, sin embargo, prescindió de él muy pronto, pues no conseguía que se le acercaran ni las empleadas ni las clientas, que caían todas en brazos de Antschetsch y, tras la consabida noche de amor, acababan fugándose o dándose a la bebida. Fruto de una de esas noches, se dice, fue el hijo de Antschetsch, quien, por aquel entonces, y tras aprender algo de inglés y español, ya se había convertido en recepcionista de uno de los primeros hoteles del sur. Se ha oído decir que ella era una joven holandesa que trabajaba en un restaurante como camarera, pero también se dice que podría haber sido una canaria casada con un empresario catalán a quienes Antschetsch agasajó una noche con una cena en uno de los restaurantes de moda en Los Cristianos, cena que tuvo como resultado que el empresario volviera al hotel borracho como un piojo y que su mujer se quedara un rato más con Antschetsch en lo que se supone que pudo ser un rápido encuentro amoroso. 

Lo cierto es que su hijo, que fue, que Antschetsch supiera, el único que tuvo, no había conocido a su madre. Se había criado inicialmente con su padre, pero a los quince años se había ido de casa y se había amancebado con una mujer de treinta, divorciada, vital, independiente, que lo había convertido en su amante y le había enseñado las artes de la mancebía. Padre e hijo, por tanto, no tenían muchas ocasiones de verse, y ni siquiera se soportaban demasiado (el hijo le reprochaba al padre los graves secretos que atenazaron en vano su infancia y el padre al hijo su marcha, su amancebamiento, su vida malgastada). Con el paso del tiempo, los momentos en los que se juntaban para jugar al tenis se convirtieron en fugaces reconciliaciones que, aunque invariablemente terminaran con la victoria del hijo, suponían al menos un reencuentro, les permitían intercambiar alguna palabra sobre sus respectivas vidas y los emplazaban hasta una próxima ocasión. 

Puede decirse que el tenis los había mantenido precariamente unidos. El juego del padre, a diferencia del del hijo, era defensivo, socarrón, inteligente, sólo que las piernas ya no le respondían como cuando era joven y ahora ya no llegaba a pelotas que para él, entonces, eran pan comido: canchanchaneaba por la cancha y eso, junto a las derrotas, lo dejaba de mal humor. A pesar del baño posterior, a pesar de la cena, muchas veces en la agradable terraza del hotel (apartotel), el señor Antschetsch se iba a la cama malpuesto, con un disgusto que nunca era capaz de prevenir. Quienes lo habían visto asomado a la cristalera del balcón de su habitación hablaban de una sombra de mal agüero, de alguien que degustaba durante mucho tiempo una copa tras otra. Nosotros nunca lo vimos, pese a que vivíamos enfrente. Acaso alguna vez creyéramos haber imaginado verlo asomado a la cristalera del balcón, o por lo menos haber visto lo que parecía su silueta recortada al atardecer detrás de unas cortinas. Nos aseguraban que allí había vivido Antschetsch, el alemán que se suicidó lanzándose por el balcón a los dos años de instalarnos. Toda esa época fue difícil y algunos no estaban hechos para sobrevivirla. Nosotros también teníamos por entonces nuestros propios problemas, pero no debían de ser tan graves como los del señor Antschetsch, pues seguimos viviendo allí un tiempo más, hasta que nos mudamos. 

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